«¡Señor, sálvame!»

Es de pensar que al leer el título cada uno habrá podido identificar de quien son esas palabras y en qué circunstancias fueron dichas; pero por las dudas aclaramos: es el mismo Pedro, hundiéndose en las aguas del lago Tiberíades (cf. Mt 14,30).

Y me parece que estas palabras son de algún modo la oración perenne, el grito constante, la súplica reiterada, el gemido inenarrable del Espíritu en nosotros… lo que está siempre en el fondo del alma cuando miramos la Eucaristía y cuando nosotros sacerdotes la sostenemos en nuestras manos en cada Santa Misa; es la letanía que subyace en cada Ave María, lo que cada jaculatoria dice aún sin decir, y también lo que nos enseña una y otra vez a rezar nuestra Madre la Iglesia; con respecto a esto último es llamativo cómo muchos de los salmos que a diario rezamos en la liturgia de las horas, una y otra vez no hacen otra cosa que suplicar esa ayuda de Dios.

Sucede que nuestra naturaleza, después del pecado original y agregados nuestros propios pecados, vive en un “constante estado de hundimiento”, en una ininterrumpida zozobra, en un permanente riesgo de desestabilización; y de algún modo en esto sólo estamos haciendo mención a “la carne”, es decir a nuestra naturaleza, así como ha quedado o como la hemos dejado; agreguemos, entonces, el demonio y el mundo y tendremos una idea más clara, precisa y completa de nuestra situación.

El panorama así planteado no suena muy alentador y pareciera que nuestra vida debiese devenir en una constante y desesperada agitación, como quien, literalmente, está luchando por no ahogarse. Y eso sería así –y mucho peor– si no tuviéramos de nuestra parte a todo un Dios dispuesto a ayudarnos. Y cuando digo “todo un Dios” querido/a lector/a, estoy diciendo algo que ni tu ni yo terminamos de entender totalmente, porque su infinitud, perfección, poder, sabiduría, etc., nos sobrepasa infinitamente, cosas estas que tampoco entendemos del todo… ¡¿pero qué mejor consuelo?! ¡¿Qué mejor noticia que saber que Dios es muuucho más grande y perfecto, y amoroso y tierno, y Padre y amigo, y justo y misericordioso de lo que podemos imaginar? ¿Quién decía que no podría creer en un Dios al que pudiese comprender totalmente?

Pues bien, teniendo a Dios de nuestra parte, como de hecho lo está, podemos vivir con paz toda esta situación que mencionábamos más arriba. Más aún sabiendo que Dios mismo se hizo tan cercano a nosotros que se revistió de nuestra carne mortal, nada más y nada menos que para ayudarnos en toda esta ciclópea tarea de no hundirnos, no zozobrar, no caer desestabilizados, no sucumbir ante los enemigos… es decir, se hizo Hombre para salvarnos, redimirnos, rescatarnos, sanarnos, fortalecernos, iluminarnos, vigorizarnos y mucho, mucho, mucho más…

Yo no sé exactamente por qué las cosas son como son, es decir, por qué necesitamos pedir tantas veces auxilio del Señor… ¿por qué no podemos decirle al Señor: “te pido ayuda para todo este día” y listo? Aunque a eso también lo hacemos, sabemos que no basta, no es suficiente, no alcanza.

Creo entender que el Señor ha hecho las cosas así porque esto, este tener que suplicar tantas veces y tan a menudo, es una ayuda invalorable y necesaria para nuestra humildad. Y dado que es la soberbia la que nos hizo caer con Adán y Eva –y se repite en cada caída personal–, es, por tanto, la humildad la que revierte la situación. Y cuánta humildad nos hace practicar el Señor cuando nos vemos tan necesitados, tan débiles, tan frágiles, en tanto riesgo, que casi a cada paso estamos suplicando: “¡Señor, sálvame!”, dicho exactamente así o de mil maneras distintas (en la Santa Misa, por ejemplo, rezamos una oración en secreto, los sacerdotes, antes de la Comunión, que termina con “y nunca permitas que me aparte de ti”; otra hermosa manera de decir lo mismo).

¿Pero por qué digo que las cosas son así? O sea, ¿de dónde saco esta teoría de que tenemos que vivir pidiendo ayuda?

En primer lugar, sencillamente, porque así las vivo –y las veo vivir en las almas con quienes trato en el mundo interior–; pero, además, porque esta verdad está muy claramente expuesta en la Sagrada Escritura (más arriba hacíamos referencia a los salmos, por ejemplo) y explícitamente por nuestro Señor Jesucristo. Lo enseña el Señor, por ejemplo, sin quedarse corto en repeticiones, en Mt 7,7-8, donde dice de seis maneras distintas lo que podría decir de una sola vez: “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá –ahí llevamos tres, y sigue– porque todo el que pide recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá”. En Lu 21,36 nos recomienda estar “orando en todo tiempo” que por el contexto se puede entender perfectamente que hace referencia a estar pidiendo siempre, ya que se trata de orar para no pecar, para no caer en tentación, que es lo mismo que sugiere en Mt 26,41: “velad y orad para no caer en tentación”, agregando el que también es necesario suplicar haciendo frente y venciendo el sueño.

Las parábolas en las que Jesús nos catequiza sobre esta verdad son extremadamente claras con respecto a la insistencia en la súplica. Así podemos ver en Lc 18 que, después de afirmar una vez más “es preciso orar siempre sin desfallecer” (v.1) trae la parábola del malvado juez y la “insoportable” viuda. Dios está infinitamente lejos de ser malvado como este juez, pero el Señor quiere dejarnos muy claro que debemos ser así de “insoportables” al pedir… “como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme” (v.5). Termina diciendo Jesús: “Oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche? (v.6-7). Habla el Señor de “hacer justicia”, y ¿qué más justicia que hacernos justos, esto es, santos?

También en Lucas, antes del versículo que ya citamos de Mateo (“pedid y se os dará…”), y después del Padrenuestro, está la parábola del amigo desubicado que quiere que su amigo despierte a toda la familia para darle algo de pan (por cómo estaban hechas las casas y por cómo se disponían para dormir, en ese tiempo no había otra manera de atender al pedido que despertar y molestar a todos). “Os aseguro –dice el Señor–, que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos se levantará por su importunidad, y le dará cuanto necesite” (Lc 11,8). Y con diferencia a la parábola de la viuda, aquí sí Jesús deja entrever que muy probablemente se levantará “por ser su amigo”, lo cual nos hace un guiño con respecto al amor de amistad de Dios para con nosotros; pero así y todo, lo que remarca es que de un modo o de otro se levantará, por cuán molesto es su amigo en pedir a esas horas y de manera insistente. Pareciera también que aquí nos quiere aclarar el Señor que no hay ningún momento que no sea oportuno para pedirle a Dios. ¿Y si estoy en pecado mortal? ¿Y si siento que Dios no me escucha? ¿Y si ya he pedido muchas veces lo mismo y no llega? ¿Y si… y si… y si…? También, siempre y rotundamente… ¡¡hay que pedir!!

Y además de lo que el Señor enseñó, también están los ejemplos de quienes le pidieron de manera insistente y hasta humanamente imprudente; como el ciego de Jericó que gritaba como un loco (cf. Lc 18,35-43), lo querían hacer callar, e ignacianamente[1] gritaba con más fuerzas. Tampoco fue muy oportuna la hemorroísa (cf. Mt 9,18-26), “aprovecharse” de esa bondad del Señor, que irradiaba sanación y vida, entre medio de una multitud que lo apretujaba. Algo impertinente parece también la cananea (cf. Mt 15,21-28) al pedir una vez más aún cuando el Señor le acababa de decir, delicadísimamente, que no le tocaba a ella ninguna parte del “pastel” que estaba repartiendo. Y convengamos que tampoco era momento de muchos ruegos cuando el Señor estaba sufriendo acerbísimos dolores en la Cruz, y ahí el ladrón le robó, suplicante, el mismísimo Cielo.

Es cierto que alguien podría objetarme que ante la súplica modélica que estamos usando, Pedro recibió una interesante reprimenda, y ¡al instante! –digo…, si el Señor no fuese Él se le podría haber sugerido esperar otro momento para corregir, ya que Pedro todavía estaba bajo el espanto del casi-ahogamiento…–; entonces, ¿por qué usamos ese “¡Señor, sálvame!”? Muy sencillo: Pedro se equivocó al dudar y por eso se comenzó a hundir… pero acertó al suplicar, para no ahogarse. Larguísima es nuestra lista –bueno, al menos la mía– de desaciertos en la vida… no tan larga, lamentablemente, la de las rectificaciones.

Otros grandes provechos podrían decirse sobre esta pedigüeña convicción o esta demandante inclinación, como por ejemplo, que nos hace poner en acto las tres virtudes teologales; pero creo que ya estamos en una extensión considerable para un post, así que vamos terminado.

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Parece mentira que hablando de gente inoportuna podríamos ponerla a Ella en primer lugar… o sea, Ella está primero en todo, y siempre, y por lejos (lo más lejos que se pueda concebir, y más), siempre detrás de Él, claro (y muy por detrás, muy lejos, mucho más de lo que se pueda concebir); sí, está siempre allí, primera, primerísima, en todo lo bueno, lo perfecto, lo noble, lo bello, lo verdadero, lo divino… pero en inoportunidades, en imprudencias, en falta de circunspección… ¿puede acaso ser imaginable que esté primera? ¡Sin duda que no! Pero aquí estamos en una especie de excepción a la regla, porque sin duda que también en esto está primera. Porque, claro, estamos hablando de defectos vistos con ojos puramente humanos –esos ojos que el Señor reprendió severamente a Pedro, llamándolo Satanás, (cf. Mt 16,23); y desde ese punto de vista humano, sin duda que María Santísima parecería solo una madre más que pide algo a su hijo en un momento que no conviene del todo, o, mejor dicho, no conviene para nada. ¡Pero no! ¡Por supuesto que no! Ella, en Caná, hizo la petición humanamente más imprudente, en el momento menos indicado, abusando de su autoridad de madre, forzando a su Hijo… todo eso humanamente… desde la fe, desde el amor, desde la Maternidad divina… ya hemos comentado la grandiosidad de lo que hizo y puede verse Aquí si interesa.

Solo te pido, la más tierna de las Madres, que no te olvides de este pobre pecador cuando tenga que presentarme ante tu Divino Hijo. Él nos pide que velemos y oremos para que en ese momento podamos estar en pie en su Presencia[2], pero no me creo capaz, en absoluto, de algo así… no hay oraciones suficientes y desvelos proporcionados a semejante osadía… solo pienso que caeré rostro en tierra, con los ojos llenos de lágrimas suplicando perdón por mis pecados… y hasta me parecería que el texto del Evangelio debería interpretarse de otro modo, como no siendo posible –al menos en mi caso– estar en pie en su Presencia… Solo puedo dar crédito a Sus palabras si me acuerdo de que tú eres mi Madre…

 

 

El texto está inspirado en este escrito de nuestro querido fundador, el P. Carlos M. Buela: Aquí


 

[1] Hago referencia al agere contra ignaciano (Cf. Ejercicios Espirituales n. 319; puede verse esa doctrina esparcida en muchos lugares más). Un video sobre el tema: La Gran Estrategia de San Ignacio – ¡¡Agere contra!! – ¡¡Vencer al demonio!!

[2] Cf. Lc 21,36.

11 comentarios:

  1. Wooooooow Padre!!!!! que hermosísimas todas y cada una de las palabras aquí puestas!!!!! muchísimas, muchísimas, muchísimas gracias!!!!

  2. Maria Dolores Bojorge Mayorga

    Que el Señor te bendiga Padre, bendita la hora en que tuve acceso a tu forma de enseñar 🙏 y gracias por tu entrega en la labor

  3. Ana Mercedes Sierraalta Olivero

    Así como lo comenta me siento yo, muchas veces. ¡Señor, sálvame! ¡Señor no me dejes, no te apartes de mí lado! Tu santa Madre me ayude a seguir tus pasos.

  4. MARIA VICTORIA HERNANDEZ-ZARAGOZA

    Sí,“… el[mi] grito constante, la[mi] súplica reiterada, …” ¿A quién sino a Él? ¿Mediante Ella?… y mediante Uds., sacerdotes. ¡Gracias!

  5. Pdre Gustavo, qué Paz y tranquilidad me dan «éstos bellos escritos» suyos. Puedo seguir pidiendo…. El y su santisima Madre siempre me escuchan.
    Gracias, muuchas graacias Pdre Gustavo.
    La Paz esté contigo y con tu Espíritu.

  6. María Victoria Cano Roblero

    Gracias Padre, buena reflexión.
    Tengo que ser fiel, estar en constante oración y relación con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.

  7. Maria Vilca Figueredo

    Gracias P. Gustavo es una buena enseñanza y me uno a los demás comentarios de las personas que han enviado.
    Dios y Nuestra Madre Santísima lo bendiga siempre. Ave Maria y adelante.

  8. Guau… Me sentí identificada en eso de alguna vez haber pensado ¿no basta pedir genéricamente y ya? …si después de todo Dios sabe lo que necesitamos. Pero después, llegado el momento, me sale la súplica de las entrañas, jaa así somos… Pedir, rogar, suplicar ¿qué otra cosa podríamos hacer cuando se nos cae el velo y nos damos cuenta que «solos no podemos»?. Hermosísimo todo el texto, pero especialmente conmovedor lo de cursiva. ¡Muchas gracias por compartirlo con nosotros padre!

  9. Yo soy testigo de ese amor infinito del señor en vida y de la intersección de nuestra madre ante mi súplica utilizando ese evangelio de las bodas de cana. Acudí a ella para que así mismo como lo hizo en cana trajera a Jesús con sus apóstoles a la cama de mi nieto enfermo y así lo hizo y lo sano. 🥲. Mi quedará faltando vida para agradecer al señor todo el bien que ha hecho en mi familia. Amen

  10. M.Ximena Céspedes Flores

    Muchas gracias Padre Gustavo. Por su reflexión.

  11. Padre Gustavo, que decir … solo que matiza con tanta dulzura, ternura, delicadeza y tanta verdad.
    Esto es un tesoro, es una obra de arte espiritual, son radiografías humanas, cosas que solo un alma como la suya pueden percibir. Me siento tan bendecida de tener un amigo así como usted, un guía, un sacerdote en toda la extensión de la palabra. Gloria a Dios ! Gracias madre mía por Padre Gustavo.

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