«¡Señor, sálvame!»
Es de pensar que al leer el título cada uno habrá podido identificar de quien son esas palabras y en qué circunstancias fueron dichas; pero por las dudas aclaramos: es el mismo Pedro, hundiéndose en las aguas del lago Tiberíades (cf. Mt 14,30). Y me parece que estas palabras son de algún modo la oración perenne, el grito constante, la súplica reiterada, el gemido inenarrable del Espíritu en nosotros… lo que está siempre en el fondo del alma cuando miramos la Eucaristía y cuando nosotros sacerdotes la sostenemos en nuestras manos en cada Santa Misa; es la letanía que subyace…