¿Convertido yo?

En Adviento –como en Cuaresma– nuestra madre la Iglesia nos invita de manera especial a la conversión. Convertirse es “cambiar de mente” (metanoia, en griego) que también implica, por supuesto, cambiar el corazón y con ello cambiar nuestros actos y todo lo demás, es decir, se trata de un cambio radical. Pero ¿tengo yo que convertirme? ¿Acaso si estoy leyendo estas líneas no es porque amo a Dios, voy a Misa, etc.?

Si tomamos “conversión” según aquello de Isaías (31,6): ¡Convertíos a Aquel de quien os habéis alejado tanto!, probablemente sí, estemos convertidos; pero también “La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de la impiedad[1](Juan Pablo II).

¿Estamos, entonces, totalmente “desatados” del pecado? Recordemos aquello de San Juan de la Cruz, que “eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como el grueso, en tanto que no le quebrare para volar”[2]. Y como sigue diciendo el místico doctor, en este estado no solamente no se va adelante, sino que se vuelve atrás “porque ya se sabe que, en este camino, el no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo. Que eso quiso nuestro Señor darnos a entender cuando dijo: el que no es conmigo es contra mí; y el que conmigo no allega, derrama (Mt 12,30)[3].

Por tanto, una hermosa manera de comenzar este Adviento es tener el coraje de mirarnos interiormente con ojos sinceros y reconocer nuestras ataduras, o al menos pedirle al Señor nos ilumine para ver lo que quizás no queramos ver: “No debemos temer a la verdad de nosotros mismos”[4] ya que “la conversión exige la convicción del pecado”[5] (Juan Pablo II).

Esto no dejará de tener su parte de sacrificio porque “todo cambio es de algún modo una muerte”[6](San Agustín), pero el Señor no se deja ganar en generosidad y nos dará aquella plenitud de vida que prometió cuando dijo Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10,10).

Estamos en tiempos difíciles, pero todo coopera para bien de los que aman a Dios (Rm 8,28) y “el trabajo más importante no es la transformación del mundo sino la transformación de nosotros mismos” (Juan Pablo II).

Comencemos este Adviento como si fuera el último, con toda la generosidad, desatándonos de todo pecado y dejándonos encadenar por los lazos de amor del Señor, como decía Santa Gema Galgani: “sin cadenas me siento encadenada y ligada a Jesús”; y así también podremos decir con ella: “Jamás estoy quieta: quisiera volar, quisiera hablar y gritarles a todos: «Amad sólo a Jesús»”.

Que María Santísima, la gran protagonista en esta espera de la Venida del Señor, nos de la gracia de la verdadera conversión, ya que “el corazón solo se purifica por la gracia”[7] (Santo Tomás).

 

[1] Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, 48.

[2] Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, 1,11,4.

[3] Ibid, 1,11,5.

[4] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la Esperanza, PLAZA & JANES, Chile, 19942, p. 28.

[5] Juan Pablo II, Encíclica Dominum et vivificantem, 31.

[6] Citado por Tomás de Aquino, Suma Teológica I, 50, 5, ad 1.

[7] Tomás de Aquino, Suma Teológlica, III 62 a. 1 s. c.

3 comentarios:

  1. Jorge Briceño Cavallo

    Gracias por la valiosisima informacion religiosa evangelica que Usted nos da por este medio social de nuestros correos electronicos padre Gustavo Lombardo. Dios lo continue siempre bendiciendo en su santo camino al servicio de Dios, de la iglesia y al servicio de Nosotros los hombres en la tierra.

  2. Gracias Padre Gustavo

  3. Jorge Briceño Cavallo

    Muchas gracias Padre Gustavo Lombardi.

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