«¡Señor, sálvame!»

Es de pensar que al leer el título cada uno habrá podido identificar de quien son esas palabras y en qué circunstancias fueron dichas; pero por las dudas aclaramos: es el mismo Pedro, hundiéndose en las aguas del lago Tiberíades (cf. Mt 14,30). Y me parece que estas palabras son de algún modo la oración perenne, el grito constante, la súplica reiterada, el gemido inenarrable del Espíritu en nosotros… lo que está siempre en el fondo del alma cuando miramos la Eucaristía y cuando nosotros sacerdotes la sostenemos en nuestras manos en cada Santa Misa; es la letanía que subyace…

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¡No entristezcáis al Espíritu!

Entristecer a Dios… Hermoso antropomorfismo el de San Pablo (Ef 4,30), aplicado a lo que nosotros, misteriosamente, podemos producir en el Espíritu Santo de Dios, usando mal nuestra libertad. ¿Cómo evitamos ese “entristecer”, “apagar” o “extinguir”[1] el Espíritu? En primerísimo lugar evitando el pecado, que es lo más contrario a Dios y a nosotros que ha existido, existe y existirá. Hablando del Espíritu Santo, enseñaba San Cirilo de Jerusalén: “Y te ha de dar los dones de toda clase de gracias, si no le contristas por el pecado. Pues está escrito: «No entristezcáis al Espíritu Santo…”[2]. Este “evitar el pecado”…

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