Antes de tener la gracia de viajar a Fátima[1], tuve otro regalo de la Providencia y fue el poder celebrar a nuestra Patrona, la Virgen de Luján[2], junto con nuestros monjes del Pueyo[3]. El monasterio, ubicado en la cima de una colina, impone su respeto tan solo al contemplarlo… es un lugar que habla del más allá, habla de Dios…
A esto hay que agregar, por supuesto, la presencia de nuestros monjes, que reafirman esa idea, ese vivir para “el unum necesarium” que el Señor elogió en María a sus pies en Betania; y también, un detalle no menor: corona la atmósfera de oración y trascendencia el hecho de que bajo el altar –o, mejor dicho, dentro del mismo– se encuentran los restos de 18 mártires benedictinos, asesinados en la persecución del ’36 sencillamente por ser testigos de lo infinito y lo eterno o mejor quizás, del Infinito y del Eterno…
Además de celebrar a nuestra Patrona, dos monjes recibían su hábito monástico y dos laicos se oficializaban como miembros de la Tercera Orden secular. Un día especial, una solemnidad hermosa y un lugar privilegiado.
En ese contexto comencé a pensar cuán grande es la gracia del martirio… Sabía que entre las reliquias que tenía a un par de metros, se encontraba un cráneo con un orificio por donde había pasado la bala que sumó a ese consagrado al glorioso número de los mártires. Y ese fue primer pensamiento que me vino: ¡qué agraciado, qué don del cielo había tenido aquel religioso al cual una bendita bala, por amor a Cristo, terminó con este su peregrinar terreno! Y se me venían una serie de preguntas…
¿Acaso hay mejor manera de morir que entregando la vida por Aquel que murió por nosotros y, más aún, a causa de nuestros pecados? ¿Qué gran osadía sería dar la vida siendo nosotros culpables y simples pecadores, por Quien la dio siendo inmaculado y el Verbo Encarnado? ¿No es el martirio una consecuencia lógica de nuestra fe católica y más aun siendo religiosos? ¿No se nos dice al recibir el orden sagrado “imita lo que celebras y configura tu vida con la Cruz del Señor”? ¿No nos han enseñado siempre que debemos estar dispuestos a morir antes que pecar? ¿No debemos día a día tratar de configurarnos con el Señor Jesús que es, a la vez, Sacerdote y Víctima? ¿No debemos estar dispuestos, como el Buen Pastor, a dar la vida por las ovejas?…
Es cierto que todas estas ideas pueden sonar muy bien, pero vivirlas ya es otro cantar. De todos modos, también hay que tener en cuenta que si bien el martirio es una gracia, sin embargo, es análoga a la gracia de la perseverancia final, o sea, que si nos salvamos es por gracia de Dios, pero eso no quita en absoluto nuestra libertad… inmortal es la sentencia de San Agustín “el que te creó sin ti no te salvará sin ti”. A lo que voy es que el martirio, salvo casos excepcionales como pueden ser los santos inocentes, pide una vida coherente a la fe por la cual se entrega esa misma vida. De ahí el título de unas de las biografías de los mártires: “Murieron cual vivieron”.
Para reafirmar esta idea digamos también que el martirio es presentado por Santo Tomás como una virtud, más exactamente como el acto más excelente de la virtud de la fortaleza, y, por tanto, no puede darse sin voluntariedad. Justamente por eso en una de las objeciones se pregunta cómo puede ser que los niños inocentes sean mártires si no llegaron al uso de razón; y responde:
“La gloria del martirio, que otros merecen por su propia voluntad, lo consiguieron estos niños por la gracia de Dios, ya que el derramamiento de sangre por Cristo hace las veces del bautismo”[4].
Un acto de fortaleza de ese calibre supone de modo ordinario haberse ejercitado largamente en esa virtud; es decir, supone una disposición habitual, que es lo propio de la virtud. En el mismo tratado afirma el Angélico que la disposición al martirio cae bajo la obligación de todo cristiano: “el hombre tiene que estar dispuesto a dejarse matar antes que negar a Cristo o pecar gravemente”[5]. Y Josef Pieper, un gran comentador del Aquinate, llega a decir: “la disposición para el martirio es la raíz esencial de la fortaleza cristiana. Sin una tal disposición jamás se daría este hábito”[6].
A lo que voy, fácil es deducirlo, es que el martirio no tendría que estar fuera de las posibilidades en las cuales podemos manifestar nuestra fe y amor al Señor. Se acordarán los que han hecho Ejercicios Espirituales que San Ignacio plantea en el primer grado de humildad –es decir, en el grado más bajo de santidad– que debemos tener tales disposiciones “de tal suerte que aunque me hiciesen señor de todas las cosas criadas en este mundo, ni por la propia vida temporal, no sea en deliberar de quebrantar un mandamiento, sea divino, sea humano, que me obligue a pecado mortal”[7]. Comenta hermosamente San Alberto Hurtado:
“Esta disposición habitual es necesaria para mi salvación, forma los buenos cristianos, y llegado el caso, al martirio. Debemos ponernos con frecuencia frente a esta hipótesis, afectarnos ante ella, hacer maniobras espirituales, y sobre todo pedirla con mucha insistencia: ‘No permitas que me separe de ti…’”[8].
Entonces, si bien no sabemos qué nos depara la Providencia, sí sabemos que, como parte de la virtud de la fortaleza, tenemos que llegar a tener esa disposición a dar la vida por el Señor, ya sea para mantener la fe hasta el final, ya sea para evitar un pecado.
Y no llegaremos a esa disposición sin morir, morir y morir… como dirá san Pablo: “muero cada día” (1Cor 15,31), que equivale a un “en cada momento”, “en cada instante… ¿acaso no hacemos todo el bien que podemos por falta de esas pequeñas y constantes muertes?… Y además –no es un detalle menor– a cada grado de muerte corresponde un mayor grado de Vida y de felicidad… ¿Qué son las bienaventuranzas sino cada una de ellas el premio a un renunciamiento, a una muerte?…
Y así iremos preparándonos de la mejor manera a ese “gran momento”, el de la muerte, aquel que fija nuestra vida en la eternidad… aquel que más oraciones se lleva… 50 veces al día, al menos: “ruega por nosotros pecadores… en la hora de nuestra muerte”.
¿Y si Dios en su misericordia quisiera darnos la gracia de que nuestra vida fuese arrebatada violentamente?
¿Qué mejor… ¡qué mejor! que sea el momento de un sí rotundo a Dios mediante el martirio? ¿Qué mejor manera de asegurar una santa muerte? ¿Qué otro modo más adecuado para morir reparando nuestros pecados y consolando al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María? Creo que dejando de lado la desconfianza en nuestra debilidad, no deberíamos dudar en aceptar una muerte así si el Señor nos la ofreciese…
Ni ustedes ni yo sabemos cómo ni cuándo vamos a partir, pero sí sabemos que debemos día a día crecer en amor al Señor y ese amor a Quien murió por nosotros, por lógica resultancia nos debería mover a tener el deseo –o al menos a pedirlo– de estar dispuestos a padecer lo mismo por Él.
Y para ir creciendo en ese amor y en ese deseo tenemos el diario “martirio a alfilerazos” del morir en el cumplimiento del deber de estado, en la lucha contra nuestros defectos –especialmente la interminable lucha contra el desordenado amor propio– y, hoy en día quizás como nunca antes, la lucha por la verdad… “los que siguen a Cristo más de cerca son aquellos que luchan por la verdad hasta la muerte”[9] decía San Agustín; y principalmente la verdad de la fe; y aquí volemos al Aquinate: “mártires significa testigos, pues con sus tormentos dan testimonio de la verdad hasta morir por ella… Y tal verdad es la verdad de la fe. Por eso la fe es la causa de todo martirio”[10].
––––––––––
Perforado o no el cráneo, no me faltes Vos, Madre mía, en ese día… Dejando un cuerpo entero o destrozado, sé Tu quien me presente al Divino Juez… sea tu hermosura quien oculte la fealdad de mis pecados… sean tus ruegos mi mejor escudo… sean todas tus fidelidades las que reparen mis tantas deficiencias… sea tu dignidad de Madre la que prevalezca a mi indignidad de infiel servidor… sea tu manto el que me cubra y oculte ante el misericordioso y justísimo Juez… sea mi único mérito ese gran día poder contarme, aunque sea el último, en el número de tus hijos y esclavos… seas tú, Madre mía, mi única esperanza de salvación…
Algunas fotos: aquí.
[1] Contaba algo sobre esto en este post: Peregrinación a Fátima… Impresiones…
[2] La devoción a la Santísima Virgen es parte de los “no-negociables” de nuestro Carisma: Devoción Mariana – También puede leerse: Rege, o María! Y sobre la Virgen de Luján: Aquí y Aquí
[3] Sitio web del monasterio: Aquí
[4] Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, 124, 1, ad 1.
[5] “Sustinere martyrium propter Christum, cadit sub praecepto; quia scilicet homo debet habere animum ita paratum ut prius permitteret se occidi quam Christum negaret, vel mortaliter peccaret” Tomás de Aquino, Quodl., 4, q. 10, a.2.
[6] Pieper, J., Las virtudes fundamentales, op. cit. p. 185.
[7] Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 165.
Mil GRACIAS padre Lombardo. Hermosa y estremecedora reflexión!!! Dios les bendiga y les cuide.
Bella reflexión, Padre Gustavo.
El martirio es un don y hay que pedirle al Señor que si es para su mayor Gloria nos lo conseda, pero si como siervos inutiles podemos darle gloria a alfilérazos como usted comenta, en hora buena viviendo en la santa indiferencia y tanto cuanto nos hacerque a Nuetro Señor Jesucristo. Su reflexion me recordó un pequeño texto de una poesía «BASTA DE TIMIDEZ LA GLORIA ESQUIVA AL QUE POR MIEDO ELUDE LA PELEA». Audacia de Salvador Diaz. No se si esta en relación a su reflexión pero creo que cristianamente ayuda. Saludos y gracias por sus consejos y reflexiones. Ave María.
Gracias Padre Gustavo por compartir fotos tan lindas. Como siempre, sus reflexiones están llenas de auténtico fervor, y las expresa con un exquisito estilo literario. Dios lo colme de bendiciones y le otorgue larga vida para que continue «pastoreando el rebaño del Señor.»🙏🏻🙏🏻🙏🏻
Buenas tardes Padre, desde Colombia reciba un saludo y un gran agradecimiento por su labor. Leerlo o escucharlo a Ud me llena de paz y de deseos de continuar este viaje bajo el amparo de San Ignacio. Gracias.