Nos relata el evangelista san Juan que en uno de esos intentos del Señor de testimoniar quién era Él ante los incrédulos fariseos, luego de varias pruebas rechazadas por quienes no querían creer, afirmó lo siguiente: Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo Soy (Jn 8,28).
Por supuesto que los interlocutores no entendieron lo que significaba esa aseveración; pero nosotros, gracias al don de la fe, sí logramos comprender, al menos en parte, esas profundas y reveladoras palabras: el Señor dijo que cuando fuese crucificado, se manifestaría de modo particular y más pleno su divinidad, ya que ese “Yo Soy” hace alusión directa al nombre de Dios dado por Él mismo a Moisés desde la zarza ardiendo (Ex 3, 14).
En estos días santos, en los que nuestros ojos se fijan casi de modo exclusivo en el Crucificado, cabría preguntarnos por qué el Señor muestra de un modo especial allí su divinidad; ¿no lo hace más claramente por ejemplo en los milagros? Además, parecería esto contradecir de alguna manera aquello que dice san Ignacio en los Ejercicios, caracterizando los misterios de la tercera semana (semana de Pasión):
“Considerar cómo la Divinidad se esconde es a saber, cómo podría destruir a sus enemigos, y no lo hace, y cómo dexa padescer la sacratíssima humanidad tan crudelísimamente”. [196]
Sin ninguna pretensión de agotar el tema, ni mucho menos, permítaseme esbozar una posible respuesta. Pero comencemos descartando algunas hipótesis, de ser el caso:
¿Será que Jesús da muestras de su divinidad por esa especie de llanto de la naturaleza por el sufrimiento de su Creador, puesto que desde la hora sexta hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona[1] cuando expiró?
¿O tal vez porque tuvieron cumplimiento en Él las profecías, ya que se cumplió la Escritura que dice: Y con los malhechores fue contado[2]. Y lo mismo sucedió con sus vestiduras para que se cumpliera la Escritura: Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica[3]?
¿O quizás porque mostró ser dueño y señor de su vida hasta el último momento, cuando, dando un fuerte grito –cosa imposible para cualquier mortal en esas circunstancias–, dijo: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” y, dicho esto, expiró[4]?
¿Serán estos los motivos de la categórica afirmación del Señor? Sin duda que no se pueden descartar; de hecho nada hubiera sido así si Cristo no hubiese sido el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. De todos modos parecerían haber razones más profundas…
Tratemos de acercarnos al misterio de la Pasión del Señor dejando por un momento de lado nuestra fe, la cual nos habla de aquello que no se ve[5]: la Divinidad del ajusticiado. ¿Sin esa luz de lo alto, qué vemos entonces? Vemos, sencillamente, lo imposible…
Muchos pueblos se admirarán de él y, a su vista, los reyes enmudecerán de asombro porque verán algo jamás narrado y contemplarán algo inaudito. (Is 52, 1)
¿Acaso es capaz un hombre de semejante virtud y encontrándose en los mayores tomentos que pueda sufrir un ser humano, y en la mayor de las injusticias, ser como un cordero llevado al matadero[6], como una oveja ante quien la esquila[7], de no preferir amenazas, de callar ante las burlas más ignominiosas[8]?
¿Puede un hombre en cuanto tal, habiendo sido desfigurado hasta parecer gusano y no hombre[9], ante quien se vuelve el rostro, despreciable[10], sufriendo dolores indecibles e inimaginables en la cruz, no solamente mantener la más perfecta mansedumbre y aplomo, sino más aún, decir aquel perdónalos porque no saben lo que hacen[11], y olvidarse de sí mismo, pensando solo en los demás con ese hoy estarás conmigo en el paraíso[12], despojarse absolutamente de todo, hasta de su propia madre, según aquel mujer, ahí tienes a tu hijo[13]?
Y podríamos seguir agregando circunstancias agravantes y sufrimientos extremos pero creo que la respuesta salta a la vista: un hombre, solo tal, no puede obrar así; solo un Dios hecho hombre es capaz de semejante forma de actuar.
Objetará alguno que los mártires también sufrieron mucho y obraron de manera análoga; respondemos que si obraron como tales, es por la fuerza y virtud del Crucificado y, además, que absolutamente nadie, sufrió como Nuestro Señor:
“Cristo padeció por nosotros, a buen seguro, más de cuanto padecieron todo los penitentes, todos los anacoretas y todos los mártires, porque Dios le encargó satisfacer cumplidamente a su divina justicia por todos los pecados de los hombres: a Yahveh le plugo destrozarle con el padecimiento[14].
Leyendo el martirologio, diríase que algunos mártires sufrieron dolores más acerbos que los que sufrió Jesucristo; con todo, al decir de san Buenaventura, no hubo dolor de mártir alguno que pudiera igualar en vivacidad a los dolores de nuestro Salvador, que fueron los dolores más agudos. Santo Tomás opina que el dolor sensible de Cristo fue el mayor que se pueda padecer en la vida. Por eso escribe san Lorenzo Justiniano que Nuestro Señor en cada tormento que sufrió por razón de lo intenso y acerbo del dolor, padeció todos los suplicios de los mártires[15]”. (San Alfonso María de Ligorio)
Bien: solo un Dios humanado puede sufrir lo que sufrió el Señor y cómo lo sufrió. Agreguemos, sin embargo, algo más que nos habla de ese traslucirse de la divinidad de ese hombre molido por nuestras culpas[16].
En el principio creó Dios los cielos y la tierra[17] y lo demás, y puso al hombre, varón y mujer, como rey de la creación. Nada había que agregarle a esa obra de arte salida de Sus manos ya que Dios vio todo lo que había hecho; y era bueno en gran manera[18]. Pero el hombre, haciendo soberbio uso del don de su libertad, arrojó hacia los cielos un arrogante cuchillo de nauseabunda soberbia, el cual, luego de fracasar en su intento de derribar al Creador de su trono de gloria, se volvió hacia el mismo hombre partiéndolo en dos, dejando herida su naturaleza hasta lo más íntimo, y traspasándolo infectó a la creación entera que gime hasta el presente y sufre dolores de parto[19].
Fue tal la debacle y por ende, tan costosa la cura; y a su vez, tanta la sabiduría, amor y omnipotencia de quien misericordiosamente prometió un Salvador, que éste no fue otro que el mismo Dios y aquella no fue solamente una sanación sino una regeneración.
Dios, en Cristo, nos hizo de nuevo; y como no podría ser de otro modo, irrumpiendo en el tiempo el mismo Verbo por quien y para quien fueron hechas todas las cosas[20], la segunda creación sobrepasa en grandeza y perfección a la primera. De ahí que, sin este “hacernos de nuevo”, sin este nuevo Adán, la primera creación y el primer Adán, infectado de pecado, no encontraría un por qué ni un para qué en el mundo. Categóricamente lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (leer con atención): “La primera creación encuentra su sentido y su cumbre en la nueva creación en Cristo, cuyo esplendor sobrepasa el de la primera” (n. 349).
El Concilio, en frase luminosísima tantas veces citada por san Juan Pablo II, lo decía así:
“En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado… Cristo, el nuevo Adán, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[21].
Pero ¿qué relación encontramos entre lo que venimos diciendo y lo que queríamos demostrar? Allá vamos…
Esta nueva y esplendorosa creación no destruyó la primera sino que, de algún modo, se injertó en ella elevándola, sobrenaturalizándola. Pero este injerto y elevación tuvo su coste… la nueva sabia divina, no vivificó el viejo tronco sin un antídoto, el más doloroso y a su vez el más eficaz, el más repulsivo y al mismo tiempo el más necesario: el sufrimiento. ¡¿Quién hubiera imaginado a un Dios varón de dolores y acostumbrado al sufrimiento[22]?! Siendo el remedio algo tan atrozmente rechazado por el hombre, parece que la única forma que encontró el Médico Divino de administrarlo, fue injiriéndolo Él primero, hasta las heces, por nosotros.
De aquí que Dios nunca se muestra tan Dios como en la Cruz… Dios-Amor se muestra, se da a conocer, amando, y desde el orgullo adámico en adelante, no hay amor sin sufrimiento.
La Cruz, clavada en tierra, sana la naturaleza y divide la raza humana entre quienes están con Dios y quienes están contra Dios; nada atrae tanto a los primeros ni repele tanto a los segundos como la Cruz.
Siendo el Señor Crucificado el mensaje más sublime que Dios puede darnos, son pocos –y muy pocos– quienes lo comprenden en profundidad aceptando sufrir algo por Él; mientras que a muchos, estando aún en sus filas –al menos con el cuerpo– , el “pare de sufrir” les endulza más los oídos y el corazón.
Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo Soy[23], y por eso, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga vida eterna[24]. Reconocer a Dios en la Cruz y alcanzar así la vida eterna hace de lo más ignominioso, por el poder de Aquel que hace nuevas todas las cosas[25], lo más atrayente: Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí[26]. ¿Cuánto nos atrae la Cruz? Que en el presente orden de cosas es lo mismo que preguntarnos ¿cuánto nos atrae Dios?…
Atraída por ese sufrir de su Hijo hasta lo indecible; a Ella, única que lo vio tan Divino allí crucificado como realmente lo era, pidamos la gracia de animarnos a tomar la Cruz y así reconocer su “Yo soy”.
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Lecturas recomendadas
- Beata Ana Catalia Emerich: La amarga pasión de Cristo. (Aquí)
- Post ya publicado: ¿Entregó Dios Padre a su Hijo a la Pasión?
- De los Ejercicios Espirituales: La soledad de María (Texto) (Audio)
Ver todas las lecturas recomendadas, AQUÍ.
[1] Mt 27, 45.
[2] Mc 15, 28.
[3] Jn 19, 24.
[4] Lc 23, 46.
[5] Cf. Heb 11, 1.
[6] Is 53, 7.
[7] Ibid.
[8] A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse, Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que le salve ahora, si es que de verdad le quiere (Mt 27, 42-43.)
[9] Sal 22, 6.
[10] Is 53, 10.
[11] Lc 23, 34.
[12] Lc 23, 43.
[13] Jn 19, 26.
[14] Is 53, 10.
[15] San Alfonso María de Ligorio, Reflexiones sobre la pasión de Jesucristo, cap. II, IV De los acerbos sufrimientos de Jesucristo.
[16] Is 53, 5.
[17] Gn 1, 1.
[18] Gn 1, 31.
[19] Rm 8, 22.
[20] Col 1, 16.
[21] Gaudium et spes, 22; Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 359.
[22] Is 53, 3.
[23] Jn 8,28
[24] Jn 3, 14-15.
[25] Cf. Ap 21, 5.
[26] Jn 12, 32.