¿Qué le gusta a un sacerdote…?

Los niños nunca dejan de asombrarnos y más de una vez aprendemos de ellos, o más bien, Dios nos enseña usándolos a ellos ya que, por no haber manchado su vida con el pecado, reflejan más fácilmente la sabiduría divina y pueden decir en pocas palabras muchas cosas y muy profundas.

Esto fue lo que me ocurrió hace unos días cuando al ir a visitar a una familia amiga, ni bien llegar, la dueña de casa me entregó un sencillo dibujo hecho por el mayor de sus hijos, Marcos, a lo cual acompañó el diálogo que tuvo con él antes de hacerlo.

  • ¿Qué le puedo dibujar al padre? –preguntó el pequeño.
  • No sé… ¿qué le gusta a un sacerdote? –respondió ella.
  • ¡La cruz! –dijo Marcos, y puedo imaginarme la expresión de su rostro…; efectivamente, no había respuesta más certera.

Así fue como se me hizo entrega de un sentido dibujo de Jesús crucificado, con mi nombre en la parte superior y tres flores debajo para mostrar aún más la belleza e importancia del crucifijo, según pude entenderle al autor al preguntarle al respecto.

Y realmente este niño, con tan solo 6 años, ha captado –a su modo– algo realmente trascendental para la vida de un sacerdote y un religioso: cuán enamorado tiene que estar de la Cruz del Señor.

Me pregunto cómo le habrá venido esa idea; quizás alguna conversación en familia, quizás lo ha percibido en las Misas en las que ha estado desde muy muy pequeño, o quizás algo le escuchó al sacerdote de la parroquia a la que asiste… como sea, el Señor lo ha usado para recordarme algo que me ha tenido pensando –y rezando– todos estos días.

Claro, no es algo nuevo; ya en los Ejercicios Espirituales ignacianos donde muchos de nosotros decidimos la vocación, la presencia de la Cruz del Señor es algo manifiesto y determinante.

En el Noviciado se nos ha enseñado que tenemos que estar “dispuestos a vivir con toda radicalidad las exigencias de la Encarnación y de la Cruz… los anonadamientos de Nazaret y del Calvario”[1].

Bien claro tenemos también que la Cruz es fuente de vocaciones, que el apostolado es Cruz, que solo se engendran hijos espirituales por la Cruz; que los votos de pobreza, castidad y obediencia son los tres clavos con los que queremos voluntariamente crucificarnos con Cristo; que las almas valen tanto porque fueron salvadas en la Cruz; que sólo seremos buenos pastores sin estamos dispuestos a dar la vida por las ovejas y que “Esta es la idea clamorosa: sacrificarse. Así se dirige la historia, aun silenciosa y ocultamente”[2].

Por supuesto que a cada una de estas afirmaciones –y tantas que faltan– podría acompañar muchos textos de nuestros mayores y de nuestro derecho propio. En este sentido puedo recordar perfectamente, en aquellos primeros meses de formación, la clara impresión que tenía de cierta desproporción –al menos así lo percibía entonces–, entre la cantidad de textos dedicados a la Pasión del Señor y los referidos a otros temas. Y esto, en lugar de producir cierto rechazo al sufrimiento, llenaba el alma de una gran alegría y un gran anhelo de hacer cosas grandes por el Él y por las almas; y aunque no podían vislumbrar la causa, esa era justamente la alegría que veía (ve todavía, claro está) la gente al visitar nuestras casas de formación. Para resumir, hemos recibido y transmitido en cuanto hemos podido que “Debemos ser especialistas en la sabiduría de la cruz, en el amor a la cruz y en la alegría de la cruz”[3].

Pero claro, del “deber ser” al “ser” puede haber una diferencia bastante grande; cuando se pasan los primeros fervores… dejemos que lo diga un gran misionero y formador de tales, el beato Paolo Manna:

¡Ah! Lo sé, los primeros pasos fueron fáciles. Entonces éramos pequeños y con mucha frecuencia éramos llevados en brazos ‘Cabalga bien el que es sostenido por la gracia de Dios’ (Imitación) pero después… cuando pasaron los primeros fervores… Cuando se llegó a la Misión, cara a cara con la realidad… cuando Dios nos cedió a nosotros el honor de los combates ¿Cómo nos comportamos? (…) ¿A qué grado de intimidad ha llegado nuestra unión de caridad con Jesucristo? Ella se mide por el grado de nuestra perfección en el ejercicio de las virtudes evangélicas y de nuestro espíritu de sacrificio. ¿Cuánto marca nuestro termómetro?[4].

¿Cuánto marca? No sé… pero sí sé que Marcos, con su dibujito –para mí una obra de arte–, me hizo, y muy bien hecha, esa misma pregunta y sé muy bien también que marca menos de lo que debería…

Allá por los 14 años, cuando leí algunas encíclicas sobre el orden sagrado de un libro llamado “Los Sacerdotes” que me regalara mi hermano –también cura hoy en día–, si algo me quedó claro y muy claro es que el sacerdote debe ser santo. Una cita de esos textos, sólo para ejemplificar:

Los sacerdotes están obligados a adquirir esa perfección [la santidad] con especial motivo, puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a través del tiempo su admirable obra, que restauró con divina eficacia toda la comunidad humana[5]. (Pío XI)

Lo que no llegaba a entender entonces es la relación estrechísima de esa santidad, con aquel paulino “muero cada día” (1Cor 15,31).

Ya en la misma Ordenación, al entregarnos el obispo el cáliz y la patena, con el cual perpetuaremos diariamente sobre el altar el Santo Sacrificio de la Cruz, nos dice estas profundísimas palabras, dignas de ser recordadas diariamente ante el ara santa:

“…considera lo que realizas,

imita lo que conmemoras,

y conforma tu vida con la cruz del Señor”.

Muy claro tenía esto mamá Margarita cuando al ser Ordenado sacerdote su hijo le dijo: “Desde ahora comenzarás a sufrir”; no es raro que de una madre así tengamos un san Juan Bosco.

El beato Antonio Chevrier, gran formador de sacerdotes, fundador de la Obra del Prado, quien centró su espiritualidad en los misterios del Pesebre, de la Cruz y de la Eucaristía, enseñaba:

“El sacerdote debe morir al propio cuerpo, al propio espíritu, la propia voluntad, la propia fama, la propia familia y al mundo. Debe inmolarse en el silencio, en la oración, el trabajo, la penitencia, el sufrimiento, la muerte. Cuanto más se muere, más vida se tiene, más vida se da. El sacerdote es un hombre crucificado (…) debe dar su cuerpo, su espíritu, su tiempo, sus bienes, su salud, su vida. Debe dar la vida por su fe, su doctrina, sus palabras, su oración, sus poderes, sus ejemplos… debe hacerse buen pan. El sacerdote es un hombre comido.

Y nadie imagine, como muchas veces los sugiere el enemigo, que por estar “crucificados” y ser “comidos” no podremos vivir la verdadera alegría en este mundo; lo que sucede es exactamente lo contrario: cuánto menos imitemos ese “estoy crucificado con Cristo” (Gal 2,19) del apóstol de las gentes, menos felices seremos, porque justamente por eso mismo él podía afirmar “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20) y ¿acaso puede hay mayor felicidad que esa? Justamente por eso, San Alberto Hurtado, podía repetir siempre “contento, Señor, contento” con una sonrisa en los labios; porque todo en su vida consistía en “¡Ser Cristo! He aquí todo mi problema”[6].

Y no solo nos arriesgamos a dejar de lado la verdadera felicidad –hasta donde se puede en esta vida– si no nos abrazamos a la Cruz –cosa que mutatis mutandi le pasa a cualquier bautizado– sino que, en el caso nuestro, por deber ser los paladines del Crucificado, perdemos todo rumbo: “Un sacerdote que no tiene sentido de la Cruz de Cristo en su vida tiene que ser un desorientado, un fracasado, un frustrado”[7], afirmaba otro grande y crucificado, a quien tanto le debemos, el p. Julio Meinvielle.

Que lo digan nuestros mayores:

“Y porque se enamoró de la Cruz, se amadrinó con Ella, más aún, se desposó con Ella. Todo auténtico sacerdote se desposa con la cruz.

Es la que le da audacia infatigable y coraje a toda prueba. Es la que hace posible que, aun cocido de cicatrices, una sonrisa brote siempre de sus labios y una risa cristalina sea la rúbrica de sus obras. Es Ella la que da al sacerdote sed de cosas grandes. Ella es la que enardece a la misión, de tal manera que el mundo, Oriente y Occidente, Norte y Sur, resulte pequeño para las ansias de su corazón”.

Imposible hablar de amor, de Cruz, de sacerdocio y de Jesús sin hablar de Aquella que, siendo su Madre, nos tiene por hijos predilectos. Creo que no podríamos celebrar todos los días la Santa Misa sin su presencia amorosa; y es Ella la que estando al pie del altar nos anima a no desfallecer en nuestra confianza, cuando al mirar a su Hijo Crucificado nos damos cuenta cuánto nos falta para afirmar lo que Marquitos expresó con tanto candor y estampó en el papel.

 

P Gustavo Lombardo, IVE

[1] Constituciones del “Instituto del Verbo Encarnado”, Segni, 2004, n. 20.

[2] Directorio de Espiritualidad del “Instituto del Verbo Encarnado”, Segni, 2004, n. 146.

[3] Constituciones del “Instituto del Verbo Encarnado”, Segni, 2004, n. 42.

[4] Paolo Manna, Virtudes Apostólicas, Cap. 13: La perfección exigida a todos los misioneros.

[5] Pío XI, Encíclica Ad ad catholici sacerdotiit, AAS 28, 10.

[6] San Alberto Hurtado, La búsqueda de Dios, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20052, p. 91.

[7] Julio Meinvielle, Iglesia y mundo moderno, cap. 2.

 

Deja un comentario