Comparto el sermón de hoy, domingo XXVIII del tiempo ordinario sobre la curación de los diez leprosos.
Evangelio
Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaria y Galilea, y, al entrar en un pueblo, salieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a distancia y, levantando la voz, dijeron: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios.
Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz; y postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano.
Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están?
¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?»
Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.» Lc 17, 11-19
El evangelio que acabamos de escuchar parece muy sencillo y si bien tiene una explicación más evidente que tiene que ver con la gratitud y la ingratitud, sin embargo en una lectura más profunda hay algo que asombra en el proceder de Nuestro Señor. Dice el P. Castellani, hablando de las palabras de Jesús: “lo que dice es infinito, y hasta el fin del mundo encontrarán los hombres allí cosas nuevas”[1]. Debemos siempre escuchar al Señor, leer su palabra con mucha fe y con la sencillez de un niño, así podremos siempre encontrar cosas nuevas y siempre podremos también asombrarnos. No olvidemos, como dice San Pablo, que en Cristo Col están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia. Col 2,3.
1. Ubicación espacio/temporal
Estamos en el tercer año de la vida de Nuestro Señor y se está despidiendo de Galilea, para ir a Judea, a Jerusalén, para morir por nosotros. San Juan es el que cuenta el motivo del viaje: la fiesta de los Tabernáculos (o las Tiendas). Los parientes tenían intención de que Jesús se mostrase en esa fiesta, que hiciese sus prodigios:
Y le dijeron sus hermanos: «Sal de aquí y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces, pues nadie actúa en secreto cuando quiere ser conocido. Si haces estas cosas, muéstrate al mundo.» Es que ni siquiera sus hermanos creían en él. Jn 7, 3-4
La idea de un Mesías glorioso y triunfador estaba muy metida en sus corazones, y, por eso, con su consejo buscaban el triunfo temporal de Jesús, algo que podía alagar la vanidad familiar. Lejos estaban de creer que Jesús era el Verbo Encarnado; por eso san Juan afirma ni siquiera sus hermanos creían en él. Y lejos estaba el Señor de querer ser conocido.
«Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta porque aún no se ha cumplido mi tiempo.» Dicho esto, se quedó en Galilea.
Pero después que sus hermanos subieron a la fiesta, entonces él también subió no manifiestamente, sino de incógnito. Jn 7, 8-10
Era el último viaje largo que hacía con sus apóstoles. Hay cosas que aún hoy, por falta de tiempo o de serenidad suficiente, se dejan para hablar en un viaje; imaginemos los viajes de esos tiempos… eran unos 150kms que harían en 4 o 5 días de viaje. ¿Qué cosas no hablarían…? Estamos en el mes de octubre, o sea 6 meses de la muerte del Señor… ¡cuánto para enseñarles a tan poco tiempo de partir!
2. El milagro
Solamente Lucas relata este encuentro con los diez leprosos. Lo ubica en el límite de Galilea con Samaría. Aunque Jesús quiso ir de incógnito, ya era muy conocido y por tanto al pasar junto a un pueblo (probablemente Escitópolis), salen a su encuentro diez leprosos y se quedan a distancia. Según la ley de Moisés había una serie de prescripciones que los leprosos debían cumplir:
El leproso, manchado de lepra, llevará rasgadas sus vestiduras, desnuda la cabeza, y cubrirá su barba, e irá clamando: ¡Impuro, impuro! Todo el tiempo que le dure la lepra será inmundo. Es inmundo y habitará solo; fuera del campamento tendrá su morada. Lev 13:45ss
Justamente por eso se quedan a distancia, no se acercan, y le gritan: Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros.
Jesús es llamado Maestro[2], lo cual no era un título que se diera a cualquiera. Para ejemplificar recordemos que en la última cena lo reconoce Él mismo como un título de honor: Vosotros me llamáis “el Maestro”… y decís bien, porque lo soy. Jn 13:13
Seguramente estos leprosos habrían escuchado que este maestro solía hacer milagros, curaciones y, entonces, le piden que se apiade de ellos.
Nuestro Señor responde escuetamente, en principio gritando un poco porque estaban a distancia:
Al verlos, les dijo: «Id y presentaos a los sacerdotes.» Lc 17,14
Les manda esto porque era lo que prescribía la ley:
Ésta es la ley que ha de aplicarse al leproso en el día de su purificación. Se le llevará al sacerdote, y el sacerdote saldrá fuera del campamento; si, tras de haberlo examinado, comprueba que el leproso está ya curado de su lepra… Lev 14,2-3
La lepra en sus comienzos se podía curar, e incluso existía la falsa lepra. Por tanto cuando alguien ya estaba curado, para volver a reinsertarse en la vida social, debía tener el testimonio del sacerdote que certificara esto.
Y sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano. Tomó la palabra Jesús y dijo: «¿No quedaron limpios los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?»
Y le dijo: «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.» Lc 17,14-19
3. Reproche y alabanza del Señor
El Señor alaba la actitud del samaritano, extranjero, y reprocha la de los nueve judíos. ¿Qué hacen de malo los judíos para que Jesús les reproche? ¿Acaso no lo reconocieron como Maestro, no confiaron en su palabra (ya que fueron al sacerdote sin estar curados todavía), no cumplieron la ley (ya que se supone que mientras el otro volvía, ellos siguieron camino)? Además, ¿acaso no podrían venir los nueve a darle gracias más tarde, luego de presentarse a los sacerdotes?
¿Y no es el samaritano al cual el Señor alaba el que obra mal, porque no cumple la ley, porque se reincorpora a la vida social –ahora se le acerca a Jesús, etc.– sin tener el visto bueno de los sacerdotes?
A simple vista llama la atención…
Pero imaginemos a los diez leprosos en camino, pongámonos en situación… van caminando, quizás alguno se queja por no estar convencido de tener que ir a ver a los curas de ese tiempo sin estar curados… y de repente: ¡¡¡curados, sanos, limpios!!! ¡Un milagro! ¡Diez leprosos ahora sanos! ¡Algo nunca visto! ¿Qué hubiéramos hecho nosotros en su lugar? ¡¿No se caía de maduro que había que volver a agradecer, alabando a Dios?!
¿Qué sienten, qué perciben los leprosos? Un milagro… y solamente Dios hace milagros… Sienten, perciben, la presencia de Dios, el soplo de Dios, o como le dijeron los hechiceros al Faraón al ver los prodigios que hacía Moisés: este es el dedo de Dios (Ex 8,1).
Lo que hace el Señor entonces al albar al Leproso Samaritano y reprochar a los otros nueve, es mostrar eso que según el P. Castellani define al cristianismo: que Dios está por encima de todas las cosas; que las cosas de Dios están primero y por encima de todos los mandatos de los hombres; que delante de Él todo lo demás desaparece; la relación con Él invalida todas las otras relaciones. El leproso samaritano sintió el paso augusto de Dios, al ser curado, y se olvidó de todo lo demás, y por eso hizo bien. Los otros siguieron pensando demasiado humanamente, quizás incluso buscando su conveniencia en el hecho de asegurarse quedar “oficialmente limpio” con la aprobación del sacerdote y sin descubrir –o habiéndolo descubierto pero sin darle importancia– ese toque de Dios.
Ahora bien… que Dios está por encima de todas las cosas, etc. ¿es propio de nuestra fe? No, ya lo había dicho mucho tiempo atrás el Buda, Siddharta Gautama; también lo dicen los judíos y cualquier otra creencia que acepte que hay un Dios y tenga una idea de él más o menos razonable.
La respuesta de lo novedoso de nuestra fe nos la da este alocado ex leproso: vuelve glorificando a Dios en alta voz (difícil imaginarlo haciendo esto sin dar sus buenos saltos). Hasta aquí no hay mucha respuesta que digamos. Sigamos entonces… postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias. Hete aquí La respuesta. Postrarse rostro en tierra para los orientales significaba la adoración de la divinidad. Nuestro Señor alaba la actitud del leproso porque da gloria a Dios: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero? Y si los otros agradecieron también, pero sin venir a postrarse ante su presencia, ¿no dieron gloria a Dios? No, porque Él es Dios… y Él, por tanto, Nuestro Señor, es el autor del milagro, a quien tiene que agradecer, alabar, adorar.
Santo Tomás va a decir: “no es suficiente al pecador someterse (estar debajo, reconocer como tal) a Dios en cuanto a su divinidad, sino también en cuanto a su humanidad”[3] ¿Por qué? ¡Porque Dios se encarnó! ¡Porque Dios se hizo hombre!
Por eso Nuestro Señor no solo alaba al leproso sino que le dice «Levántate y vete; tu fe te ha salvado.» A los diez se les devolvió la salud del cuerpo, pero solo a este también la salud del alma, solo este recibió el perdón de sus pecados, la gracia, la salvación, cosa infinitamente más importante que la sola salud del cuerpo.
4. Aplicación a nuestra vida
Nos queda a nosotros el trabajo ahora de examinarnos y reconocer esos toques de Dios, esas consolaciones, esas claridades, esas luces que hemos tenido. Reconocerlas, agradecerlas y obrar en consecuencia.
Para los consagrados: ¿Acaso la vocación no es un toque de Dios? ¿Lo recordamos así? ¿Lo agradecemos? ¿Vivimos con esa alegría de los comienzos, o ya nos vamos acostumbrando, a ver la cosa más humanamente? ¿Acaso quien no persevera no ha olvidado ese paso de Dios por su vida? (al menos en muchos casos). Sin duda que es muy bueno para los esposos acordarse de sus tiempos de novios, para mantener vivo el primer amor. A quienes hemos sido llamados a una consagración especial también nos puede hacer muy bien tener presente esos momentos en que Dios, como dice la Escritura “nos ha seducido y nos dejamos seducir”. (cf. Jer 20,10).
Y más allá de cualquier vocación ¿quién no puede reconocer en su vida esos toques des Dios?
Pero, incluso, demos un paso más y reconozcamos a Dios en las cosas más cotidianas: en la Misa diaria o dominical, en las comuniones, en las confesiones. En las personas que nos rodean, que nos aman ¿acaso no es Dios quien nos ama a través de ellas?
Animémonos incluso a ver a Dios en las cosas que nos han hecho o nos hacen sufrir… descubrir el dedo de Dios en las cruces es más difícil, pero es donde más tenemos que verlo. Él nos quiere santos y felices aquí en la tierra y mucho más en el cielo, para toda la eternidad. Él sabe muy bien cómo hacer para que lleguemos a eso.
Y todo esto de ver a Dios en nuestra vida, no puede darse sin verlo en Cristo. Nuestra relación de amor con Dios, es una relación de amor con Cristo o es una fantasía, no hay términos medios.
Muchas veces esos encuentros con Dios tienen como finalidad que seamos más generosos, que nos entreguemos más Él, y ahí está Cristo con mayor claridad: Él es Dios y como tal lo quiere todo.
“Por Dios debes dejarlo todo”, dijo el Buda. Cristo dijo lo mismo, pero con un detalle, una palabrita, un “mi”: “Por ‘Mí’ debes dejarlo todo”. Esa palabrita diferente resuena en todo el Evangelio:
“El que ama a su padre y a su madre más que a Mi, no es digno de mí”.
“El que deja por Mi, padre, madre, esposa, hijos y todos sus bienes…”
“Os perseguirán por Mi nombre”
“Os darán la muerte por causa Mía”
“Deja todo lo que tienes y sígueme”
“La vida eterna es conocerme a Mi”
… Y así sucesivamente.
Sin duda que conocemos a Cristo… pero sin duda también, muy cierto es que mucho más es lo que nos falta en ese conocimiento…
Pueden ayudarnos, a este respecto, estas palabras de Benedicto XVI, hablando de los primeros discípulos que siguieron al Señor:
“Ese mismo día los dos que lo siguieron hicieron una experiencia inolvidable, que los impulsó a decir: ‘Hemos encontrado al Mesías’ (Jn 1, 41). Aquel a quien pocas horas antes consideraban un simple ‘rabbí’, había adquirido una identidad muy precisa, la del Cristo esperado desde hacía siglos. Pero, en realidad, ¡cuán largo camino tenían aún por delante esos discípulos! No podían ni siquiera imaginar cuán profundo podía ser el misterio de Jesús de Nazaret; cuán insondable e inescrutable sería su ‘rostro’; hasta el punto de que, después de haber convivido con él durante tres años, Felipe, uno de ellos, escucharía de labios de Jesús estas palabras durante la última Cena: ‘¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces, Felipe?’, y luego las palabras que expresan toda la novedad de la revelación de Jesús: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9)[4]”.
María Santísima estaba muy atenta al paso de Dios, por eso pudo recibir el anuncio del Ángel; Ella también fue siempre coherente con lo que Dios le iba mostrando, pidiendo, iluminando; y también Ella hizo todo lo posible para no olvidar esos pasos de Dios por su vida: María guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón. Y para María, como para ninguna otra criatura que haya pisado esta tierra y la pisará hasta el fin de los tiempos, decir Dios era decir Cristo, y decir Cristo era decir Dios…
[1] Castellani, L., El Evangelio de Jesucristo, Ediciones Dictio, Buenos Aires, 1977, p. 145.
[2] Rabí fue al principio un título honorífico, y quedó reservado más tarde a los escribas. Era el maestro versado en el conocimiento de la Ley y de la tradición doctrinal, que enseñaba de modo gratuito. Estos maestros eran tenidos en tanta estima que se encomendaba a los discípulos que los honraran más que al padre y a la madre (E. Schürer, Historia del pueblo judío en tiempos de Jesús, vol. II, pp. 431 ss.).
[3] Comentario a San Mateo, 8, L 1
[4] Benedicto XVI Domingo 8 octubre 2006 (ZENIT.org).- discurso Benedicto XVI el 1 de septiembre al visitar el santuario de la Santa Faz de Manoppello, en Italia.
Agradezco a Dios por el Sacramento de la Reconciliación que cura la lepra de nuestra alma por el pecado, desde el momento que estamos en la fila al confesionario somos perdonados (sanados).
También agradezco por el Sacramento del Sacerdocio, sin el cual no podríamos ser curados.
Dios proteja, santifique y aumente las vocaciones a la vida sacerdotal.