Dios, en su infinita benevolencia, dada la dificultad para conocer, discernir e interpretar nuestro mundo interior, nos ha dejado ciertos medidores para poder testear de una manera más fácil cómo vamos en nuestro caminar hacia la Patria.
Uno de ellos es el medidor de nuestro amor para con el mismo Dios. ¿Cómo podemos saber si es cierto que lo amamos o no? ¿Cómo descubrir si es real lo que siente el corazón o lo que le decimos en la oración? He aquí el test:
Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; porque el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. (Jn 4,20)
O dicho de otro modo:
Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él? (1Jn 3,17)
Y podríamos completar con aquellas palabras del Señor:
Lo que hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis. (Mt 25,40)
Otros medidores por el estilo encontramos en la Escritura como cuando dice el Señor que la medida que usemos para los demás se usará también para nosotros; pero baste como muestra un botón y paso entonces a hablar de lo que podríamos llamar “el medidor de nuestra humildad”.
Como dirá San Luis María Grigniont de Montfort:“Somos, por naturaleza, más soberbios que los pavos reales”[1]; incluso el amor propio de algún modo ya está presente antes del pecado original, ya que es justamente esa braza la que atiza el Demonio para hacer prevaricar a nuestros primeros padres. ¡Qué misterio! Tanto el ángel como el hombre –o sea, toda creatura capaz de pensar y elegir– se aleja de Dios por la soberbia. Parece ser como una falencia intrínseca al hecho de ser creatura… fuera de Dios, nadie es totalmente humilde… paradojas de la que está llena nuestra fe, porque lo está la realidad misma.
Pero el amor propio tiene también otra característica, y es el hecho de no querer aparecer como tal. Quizás no haya mayor capacidad prácticamente innata en el hombre, como aquella que le hace disfrazar de cualquier cosa la muchas veces “indescubrible” soberbia. Desde alguno de los vicios quizás menos humillantes, pasando por la madurez, la libertad interior, la defensa de una causa justa, o cualquiera de las virtudes… todo puede ser puesto “en lugar de”, con tal de que no aparezca con claridad aquella que confundió las lenguas allá en Babel.
No hay ninguna duda de que la humildad mira en primerísimo lugar a nuestra relación con Dios, pero el medidor de esta virtud es muy semejante al que está encargado de hacer el mismo oficio con respecto a la caridad y que citábamos más arriba, y lo vamos a mencionar con palabras del Angélico Doctor:
“La humildad (…) mira principalmente a la sujeción del hombre a Dios, por quién, humillándose, también se somete a los demás”[2].
He aquí entonces la medida: si queremos saber no cuán humilde somos porque ya esto encierra cierto peligro de soberbia, sino hasta qué punto nos domina el orgullo, lo mejor primero no será mirar directamente hacia lo alto, sino a quienes, sin dejar de estar en cierta manera a la altura de nuestros hombros –por ser creaturas– ejercen sobre cada uno de nosotros algún tipo de autoridad que les viene del mismo Dios.
Y así debemos someternos, es decir, aceptar como venida de Dios y obedecer a toda autoridad legítima:
Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. (Rm 13, 1-2).
Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana. (1Pe 2,13)
Y particularizando más, comencemos por la primera relación humana a la que nos enfrentamos al tomar conciencia de que existimos:
Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo. (Ef 6,1)
Hijos, obedeced a vuestros padres en todo; porque esto agrada al Señor. (Col 3,20)
Pasando a un tema más escabroso, nos enseña la Palabra de Dios:
Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene en el Señor. (Col 3,18)
Igualmente, vosotras, mujeres, sed sumisas a vuestros maridos para que, si incluso algunos no creen en la palabra, sean ganados no por las palabras sino por la conducta de sus mujeres. (1Pe 3,1)
Habría mucho que aclarar hoy en día con respecto a esto último que acabo de citar y no puedo hacerlo aquí y ahora, solo pongo un ejemplo que espero que aclare y no oscurezca: se le aparece el Ángel del Señor a José y le dice que, dado que buscan al Niño para matarlo, debe huir con Él y su madre a Egipto (cf. Mt 3,13-15). ¿Qué tal si María, al recibir esa noticia de José le decía que no era ninguna sometida, que en todo caso se le aparezca el Ángel a Ella que es la madre de Dios?…
Pasando a otro tipo de relaciones de autoridades humanas, lo que San Pedro refiere a los sirvientes/criados, podría hoy ser aplicado a toda relación de un trabajador con su jefe:
Los sirvientes sean sumisos con todo respecto a sus amos, no sólo a los buenos y comprensivos, sino también a los difíciles. Porque bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente. (1Pe 2,18-19)
También, obviamente, existe la sumisión que viene por la jerarquía de la Iglesia: Santo Padre, obispos, sacerdotes y que, en la vida consagrada, tiene tal importancia que ésta no existe sin voto de obediencia, por el cual el religioso se somete al superior y por él a Dios. Enseña el Código de Derecho Canónico:
“El consejo evangélico de obediencia (…) obliga a someter la propia voluntad a los Superiores legítimos, que hacen las veces de Dios, cuando mandan algo según las constituciones propias”[3].
Teniendo de fondo aquel El que a vosotros oye, a mí me oye (Lc 10,16), existe también la obediencia en lo que respecta a la dirección espiritual; a estos efectos dirá San Juan de la Cruz que “el alma humilde no se puede acabar de satisfacer sin gobierno de consejo humano”[4].
Habría que hacer varias aclaraciones con respecto a lo que venimos diciendo (en qué cosas obedecer, qué es una autoridad legítima, etc.) pero no es lo que intento con estas escuetas líneas, sino dejar sentado el hecho de que la humildad es algo trascendental en nuestra vida espiritual y no se puede separar ésta de la obediencia; San Benito dirá: “el primer grado de humildad es la obediencia sin demora”.
Y como vivimos en un mundo que poco sabe y poco enseña de estas cosas, conviene ver hasta qué punto somos hijos de nuestro tiempo.
“Y es que el hombre moderno, en general, se rebela ‘contra cualquier forma de autoridad o de preeminencia y de estructura prevalente’27, porque los hombres, como dice Chesterton: ‘en la acción de destruir la idea de la autoridad divina, hemos destruido sobradamente la idea de la autoridad humana’28”[5]. (P. Carlos M. Buela)
Y si bien en estos tiempos sufrimos más a nivel sociedad de estos males, ya decíamos al comenzar que es algo propio de la creatura racional y cuánto más, en el caso del hombre, después del pecado original. Justamente por eso Nuestro Señor no sólo obedeció perfectamente la voluntad de su Padre celestial, sino también a toda autoridad humana comenzando por su padre nutricio y su madre natural, hasta llegar a la autoridad religiosa y civil que lo llevó nada más y nada menos que a la Cruz; es decir, que Jesucristo murió por obediencia… hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz (Fil 2,8).
Me parece, entonces, que sería de mucho provecho analizar, más allá de un mandato u otro que hayamos recibido, nuestra disposición interior hacia quienes ejercen la autoridad sobre nosotros, porque de no estar bien dispuestos, de no vivirla con sumisa serenidad y con mirada sobrenatural, es muy probable que haya en nuestro interior un germen de amor propio que esté comenzando a contaminarnos y tarde o temprano, si no lo identificamos, hará destrozos aún de nuestros mejores propósitos.
Y siempre, siempre, como no podría ser de otra manera, busquemos poner nuestra vida a la luz de la vida del Señor.
Difícil de aferrar como pocas es esta virtud de la humildad, de ahí que pensar “qué humilde soy” quizás sea la mejor manera de darnos cuenta que no lo somos. Mons. Fulton Sheen en breves líneas nos muestra que en definitiva se trata de darle lugar en nuestra vida a Cristo, el humilde por antonomasia; estando a orillas del río Jordán reflexiona el obispo más mediático del siglo pasado:
“yo me senté para meditar las palabras que Juan el Bautista dijo de Aquél a quien bautizó: ‘Es necesario que Él crezca y que yo disminuya’. Allí reside el secreto del mensaje cristiano. A medida que nuestro ego baja, la divinidad hace morada en nosotros. Nada puede ser ocupado por dos objetos al mismo tiempo. Disminuirse es estar menos y menos ocupado de uno mismo. Aquel día fue, quizás más que cualquier otro, el día en que aprendí que la humildad no es algo que se cultiva directamente; de esta manera uno se sentiría orgulloso de su humildad. Es un producto derivado, un subproducto; cuanto más Cristo hay en el alma, menos ‘yo’ la hunde hacia abajo”[6].
Decíamos que fuera de Dios no hay nadie realmente humilde, pero toda regla tiene su excepción… El Señor, a quien más parecida hizo a sí mismo, a quien más unió a sus obras, en quien más quiso dejar plasmada sus perfecciones y hermosura, en Ella, y solo en Ella, y por ser Ella, hizo la excepción y no permitió que ni la más mínima sombra de orgullo opacara a quien sería la Aurora del Sol que nace de lo Alto, Jesucristo Nuestro Señor.
¡Oh Madre, qué sería de nosotros sin tu humildísima y omnipotente intercesión!
[1] San Luis María Grigniont de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a María Santísima, n. 79.
[2] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, IIª-IIae, q. 161 a. 1 ad 5. El original dice así: “Humilitas autem, secundum quod est specialis virtus, praecipue respicit subiectionem hominis ad Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subiicit”.
[3] CIC, c. 601.
[4] San Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, L. 2, 22,11. Sobre el tema de la dirección espiritual puede leerse: ¡Ay del solo!
27 Rafael Gambra, El silencio de Dios, Ed. Prensa Española, 1968, p. 26
28 Gilbert K. Chesterton, Ortodoxia, Ed. Excelsa, Bs. As., 1966, p. 55.
[5] P. Carlos M. Buela, Modernos ataques contra la familia.
[6] Mons. Fulton Sheen, Tesoro en vasija de barro, Ediciones Logos, Rosario 2015, p. 105.
Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación. (Rm 13, 1-2).
Sed sumisos, a causa del Señor, a toda institución humana. (1Pe 2,13)
El pueblo Venezolano y los que se encuentran en está misma situación ¿Deben entonces soportar sin rebelarse?
Hola Héctor, es muy triste y difícil lo que están sufriendo como pueblo y rezamos por ustedes y nos dolemos y preocupamos.
Las citas bíblicas -y el post en general- suponen las distinciones del caso. Es lo que trato de decir en el texto: «Habría que hacer varias aclaraciones con respecto a lo que venimos diciendo (en qué cosas obedecer, qué es una autoridad legítima, etc.) pero no es lo que intento con estas escuetas líneas…»
Seguimos rezando por ustedes!
Humillarme, es una palabra con la que no me quería familiarizar… pero Jesús serenamente la vivió por mi para que yo no temiera, como enseñándome el camino.