“El Dios a quien sirvo”

Las palabras textuales de San Pablo son las siguientes: esta noche se me ha presentado un ángel del Dios a quien pertenezco y a quien doy culto (Hch 27,23). El contexto en que lo dijo: en un barco en pleno naufragio, ante paganos, camino a Roma. El ángel le habló así: No temas, Pablo; tienes que comparecer ante el César; y mira, Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo (v. 24); por eso Pablo luego les dirá: ninguno de vosotros perderá ni un solo cabello de su cabeza (v. 34).

El Dios a quien sirvoComo no podría ser de otra manera, las cosas salieron tal cual “el Dios de Pablo” lo había anunciado y, aunque nada dicen las Divinas Escrituras al respecto, seguramente, al ver el próspero desenlace, luego de haber perdido las esperanzas de vida, muchos de esos paganos –de los más de doscientos que lo acompañaban– habrán abrazado la fe pensando: ¡el dios de Pablo, debe ser Dios”.

¿A qué va todo esto? A que en los tiempos que corren, me parece algo no menor, no poco importante, o sea del todo trascendente y relevante, el hecho de determinar a qué “cosa” (permítaseme el término) se está haciendo referencia cuando se usa la palabra “dios”. Y con esto ni siquiera estoy haciendo alusión –sería como para otro post– a que cuando un cristiano dice “Dios”, está haciendo referencia no solo en un ser personal, todopoderoso, infinito y omnipotente, sino también a la Trinidad de Personas en Dios, es decir, está haciendo alusión a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (recuerdo, de paso, que sin la Trinidad, Jesucristo –tal como es, o sea, tal como lo entendemos los católicos– ya no es Jesucristo).

¿A qué hago referencia entonces? Sobretodo y principalmente a la transcendencia de Dios. ¿Qué significa esto? Significa que Dios tras-ciende, supera, está “más allá”, “por encima”… de todo lo creado; y no de cualquier modo, sino “absolutísimamente”; y esto a tal punto que es totalmente imposible que lleguemos a entender –solo nos hacemos una vaga idea– la diferencia entre el infinito de Dios y lo finito de la creatura.

Y cuando digo esto, aunque nos suene muy obvio, a lo que me refiero es a que Dios, Nuestro Señor, no se confunde con la creatura. Es, y, por favor, lo leen salteadito: O T R A “C O S A” D I S   T I N   TA.

A ver, para ser más claro les cuento un secreto –en voz baja–, pero no lo comenten mucho, sino pierdo raiting: yo… no soy Dios… (shhhh….); pero además, –casi susurrando–: el Boby, que me acaba de recibir moviendo la cola, tampoco es Dios (shhhh!!…. que donde vivo es delito matar a los perros…); y, la última –y se van a caer de espaldas… ¡no hagan ruido!–:el arbolito que tengo en el patio –shhhh… acérquense…, hace unos días me enteré que era un nogal…–, bueno, ese arbolito… tampoco es Dios… ¡¡shhhh!! … no se rían, miren que entre los vecinos hay gente de Green Peace y no quiero tener problemas…

Sepan disculparme… pero no sé de qué mejor modo se puede expresar la demoníaca ridiculez de quienes “creen” (también tienen fe…) que el mundo y Dios es la misma realidad. Santo Tomás, hablando de aquellos que pretenden que Dios sea el ser formal de la creación, afirma:

“Los que defienden este error caen en la misma sentencia que los idólatras, que pusieron a los árboles y a las piedras el incomunicable Nombre, es decir, el de Dios, como se dice, en efecto, en el libro de la Sabiduría 14,1. Si, en verdad, Dios es el ser de todo ser, no se dice con más propiedad que la piedra es ser, que la piedra es Dios[1].

Y el mismo Aquinate, tan poco amigo de exageraciones y caritativo a más no poder, refiriéndose a David de Dinant: “quien osó afirmar la identidad de Dios con la primera materia”[2], lo llama “loco”[3] y “estupidísimo”[4]; nada más que decir; ¡un grande el Angélico!

Todo comenzó con el giro copernicano de un francés llamado Descartes, que procuró comenzar toda la filosofía desde su pensamiento, dejando atrás todo la sabiduría de todos sus antecesores. Dijo él “pienso, luego existo” (“cogito, ergo sum”), y ahí empezó la llamada por San Juan Pablo II “filosofía del mal”[5].

No es este el lugar para hacer un análisis filosófico de la revolución cartesiana, pero digamos en dos palabras que realizó una “inversión en el modo de hacer filosofía”[6], poniendo el pensamiento por sobre el ser, lo cual, llevado al extremo, deviene en la negación del Ser con mayúsculas que es Dios. El marxismo y la ilustración son hijas legítimas de esta inversión. Al respecto dirá el santo Papa Polaco:

Juan Pablo II“Se hablaba, entre otras cosas, del «ocaso del realismo tomista», entendiendo con ello también el abandono del cristianismo como fuente de un pensamiento filosófico. En definitiva, se cuestionaba la posibilidad misma de llegar a Dios. En la lógica del cogito, ergo sum, Dios se reducía sólo a un contenido de la conciencia humana; no se le podía considerar como Quien es la razón última del sum [ser] humano. Por ende, no se podía mantener como el Ens subsistens, el «Ser autosuficiente», como el Creador, Quien da la existencia, más aún, como Quien se entrega a sí mismo en el misterio de la Encarnación, de la Redención y de la Gracia. El Dios de la revelación dejaba de existir como el «Dios de los filósofos». Quedaba únicamente la idea de Dios, como tema de una libre elaboración del pensamiento humano”[7].

Este nuevo “dios” reducido a la conciencia humana, no es otra cosa que la negación del Dios verdadero, pero no como en la antigüedad: no se trata ahora del ateísmo del “Dios no existe” sino de un ateísmo positivo que lleva a afirmar que Dios y la creación y, sobre todo, Dios y el hombre, son una misma cosa.

¿Quién es el que lleva hasta las últimas consecuencias esta ideología? Es un alemán de apellido Hegel. No solamente Dios y el hombre se identifican, sino que Dios necesita del hombre para autoconocerse, para desarrollarse.

A estas alturas ¿qué pasa con el bien y con el mal? Sencillo de responder: si yo soy parte de Dios, entonces yo decido qué está bien y qué está mal, cuál es mi naturaleza y qué me conviene:

“Simplemente porque se rechazó a Dios como Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es bueno y lo que es malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más profunda, nos constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza humana como «dato real», poniendo en su lugar un «producto del pensamiento», libremente formado y que cambia libremente según las circunstancias”[8]. (Juan Pablo II)

Agreguemos aquí que en estas ideologías (no me parece que haya que llamarlas de otra manera…) se afirma categóricamente, como verdad irrefutable, la necesaria evolución del hombre hacia lo más perfecto; teniendo en sí una “chispa” divina, entonces necesariamente llegará en algún momento –más allá de lo que haga o deje de hacer– a transformarse en la “hoguera” que es Dios.

Así pues, según esta “teoría”, a lo largo de la historia el hombre ha ido evolucionando hasta llegar a una unión perfecta con la divinidad, tan perfecta que se trata de Dios mismo en el hombre. Es así como lo presentan a Jesucristo: un hombre llegado al Absoluto; en Jesucristo se daría de modo ejemplar, paradigmático e inicial, aquello a lo cual toda la humanidad tiende necesariamente . Esto lo afirman, con sus más y con sus menos, por un lado Karl Ranher y por otro Tehilard de Chardin (ambos jesuitas). Si no les suena fácil de entender, sepan que definitivamente no es fácil de entender… el error siempre es enmarañado… Ya decía Hugo Ranher, hermano de Karl Ranher, que iba a traducir las obras de su hermano al alemán, es decir, hacerlas más entendibles en la misma lengua en que fueron escritas.

Quizás estas líneas iluminen:

“En la Encarnación cristiana el Verbo[9] asume la humanidad. Lo inferior es levantado en función de lo Superior. Es levantado y por lo mismo seleccionado de toda corrupción e imperfección. Lo humano es elevado en función de lo divino. Lo natural en función de lo sobrenatural. El tiempo en función de lo eterno. La historia en función de la Palabra. En cambio, en esta concepción, la hegeliana, la Palabra se enriquece en la humanidad y en la historia, cualquiera sea el curso en que ésta se desarrolla. El Logos está en función de la historia. Dios necesita de la criatura y con ella se enriquece, se realiza. Es un dios deficiente y aún perverso, si la historia es perversa”[10]. (P. Julio Meinvielle)

¿A qué vamos con todo esto? A varias cosas…

1- Cómo decíamos al comenzar: no todo lo que se llama “dios” es realmente Dios; y para que sea tal, siguiendo al gran filósofo italiano Cornelio Fabro, diremos que para que la creencia en Él sea verdadera, implica seis realidades (si falta alguna, por ese lado se está filtrando el ateísmo):

– primero: que Dios es espíritu puro;

– segundo: que es primera causa creadora;

– tercero: que es libre;

– cuarto: que es personal;

– quinto: que es providente;

– sexto: que es transcendente[11].

2- Que como Dios es el creador, como tal Él –y solo Él– es el único que tiene la autoridad para decir lo que está bien y lo que está mal y, dentro de esto, entra también todo lo que implica la naturaleza misma de las cosas creadas, que no cambia con el paso del tiempo y las modas; lo antinatural es tan anti-contra natural ahora como en los tiempos de Sodoma y Gomorra.

3- Que el mundo sobrenatural: la redención, la gracia, la justificación, la gloria, etc., no es algo “debido” al hombre –y mucho menos necesario a Dios– sino algo total y absolutísimamente gratuito, como lo indica la misma palabra “gracia”.

4- Que esto mismo sobrenatural está infinitamente por encima de lo puramente natural. Si bien bajo un punto de vista podemos decir que hay cierta presencia de Dios en las cosas creadas puramente naturales –una planta, un animal, etc.–, Dios está “allí” presente casi del mismo modo que lo está en el infierno o en el mismísimo diablo[12], porque es la presencia que Dios tiene en las cosas como Creador, sin la cual nada podría existir. Pero esta presencia, dista infinitamente de su Presencia en el mundo sobrenatural, donde está presente participando a la creación de su misma naturaleza: Partícipes de la naturaleza divina… (2Pe 1,4), y de ahí que Santo Tomás afirme categoricamente que “un gramo” de gracia vale más que el bien natural de todo el universo[13]. Por eso, un pecado grave –que hace perder la gracia de Dios– es muchísimo peor que si, por un accidente, se incendia el mejor bosque de coníferas del mundo.

5Que lo puramente humano no alcanza… sino ¿para qué la encarnación, muerte y resurrección del Señor? Él mismo lo dijo: lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios (Lc 16,25), frase llamada “tumba del puro humanismo”. Y, a Pedro, el Señor lo llamó “Satanás” porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres (Mt 16, 23).

6- Por último, que Jesucristo, si bien es nuestro hermano en cuanto a que asumió una naturaleza humana como la nuestra, no por esto deja de ser nuestro Dios, y que cada palabra suya, sin restricción alguna –el Evangelio sin glosa, digamos–, pesa más que el universo: El cielo y la tierra pasarán, pero Mis palabras no pasarán. (Mt 24,35). Por tanto todo lo que nuestro Señor trajo como novedad, que podríamos resumirlo en aquellas seis… habéis oído que se dijo… más Yo os digo(Mt 5) tienen un valor incalculablemente mayor, superlativamente mayor, infinitamente mayor, a todas las palabras de todos los hombres de todos los tiempos elevadas a las enesísima potencia.

Nos proteja en este borrascoso mundo que nos toca vivir, Aquella, únicaÚnica en la posesión de una naturaleza sin mancilla… Única al recibir de Dios todo cuanto Él puede donarse a una criatura… Única al aceptar el plan divino en su omniabarcante totalidad, desde el fiat de le Encarnación, hasta el fiat de la Cruz, silencioso pero que de solo recordarlo nos hace estremecer.

 

[1] Suma Contra Gentiles, L 1, Cap XXVI “Dios no es el ser formal de todas las cosas”.

[2] Suma Contra Gentiles, L 1, Cap XVII “En Dios no hay materia”.

[3] Ibid

[4] Suma Teológica, Iª q. 3 a. 8 co. “Si en Dios hay composición”.

[5] Juan Pablo II, Memoria e identidad, Conversaciones al filo de dos milenios, Ediciones Planeta, Madrid, 2005, p. 16.

[6] Ibid, p. 20.

[7] Ibid, p. 22-23.

[8] Ibid, p. 25.

[9] Verbo, Palabra o Logos designan a al Hijo de Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad. El Verbo Encarnado es Nuestro Señor Jesucristo.

[10] Julio Meinvielle, Iglesia y Mundo Moderno, Prólogo.

[11] Cfr. C. Fabro, Drama del hombre y misterio de Dios (Madrid 1977); citado en Carlos M. Buela, Nuestra Misa, Ediciones del Verbo Encarnado (San Rafael, 2007), p. 377.

[12] Santo Tomás se pregunta explícitamente en la Suma Teológica si se puede decir que Dios esté presente en los demonios y responde: “En los demonios hay que distinguir entre su naturaleza, que proviene de Dios, y su culpa, que no proviene de El. Así, no es admisible en absoluto sostener que Dios esté en los demonios, sino sólo añadiendo: en cuanto son determinadas cosas. Por otra parte, en las cosas cuya naturaleza no está deformada, se puede sostener absolutamente que Dios está presente”. (I, 8, 1 ad 4)

[12] “Bonum gratiae unus maius est quam bonum naturae totius universi” Suma Thelogica, II-II,113,9 ad 2.

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