¡Comenzamos un año más de noviciado! Es el sexto año en el que Dios me da la gracia de ver a los nuevos candidatos (¡este año 34!), con esa alegría propia de quien ya ha dicho su sí al Señor. Las primeras palabras, como otros años, fueron en orden a presentar la cruz de Cristo, esa cruz que los ha atraído a la vida religiosa. Sin ponernos de acuerdo, desde distintos puntos de vista, en la Lectio Brevis[1] y en el sermón la primera Misa del año, ambos, con el P. José Hernández, predicamos sobre esa cruz.
Pero al mirar la vida de estos casi novicios en perspectiva, con años de formación y de misión de fondo, me parece que algo más se puede decir de entrada, como marcando el rumbo, el final, el objetivo último; creo que vale la pena, y así lo hago, hablarles de aquello que no tienen que perder de vista ni ahora ni nunca, que si graban a fuego en su alma en estos momentos tan especiales, será de mucho provecho para ellos y para las almas que se le encomienden en su trabajo pastoral; esta idea, esta realidad de la que les hablo es la del cielo.
Y esto porque una de las cosas más atacadas hoy en día tanto desde fuera como desde dentro de nuestra querida madre la Iglesia, es la visión de eternidad. De mil formas distintas, sin ahorrar ni pólvora, ni armas, ni estrategias, ni operarios… a tiempo y a destiempo, con razones aparentes y crasas mentiras, caiga quien caiga, sin respetar estados, edades ni oficios… el demonio, el mundo y la carne se aúnan en la férrea y apretada tarea de convencer al hombre que tiene que vivir para este mundo, que esto es lo único que tiene, que no mire hacia arriba, que luego de esto ya no hay nada más…
Se lo insinúa a una madre de familia para que no tenga más hijos, ya que si no hay un cielo para ellos, pierde mucho sentido el sacrificio que puede tener el traer una nueva vida al mundo.
Se lo susurra a un esposo para que no sea fiel a esa promesa que dio ante el altar; promesa coronada por aquel “hasta que la muerte los separe” que no tiene sentido si después de esa muerte no hay algo más.
Al niño impide que se lo enseñen en el catecismo para no asustarlo; al joven le tapa los oídos del alma con los ruidos ensordecedores de los placeres; al anciano se lo calla pintando con colores espantosos y furibundos la muerte que si bien se le aproxima se transforma en lo último en que hay que clavar el pensamiento.
Y también, aunque la tarea sea en principio más difícil, por lo escogido de la presa, el enemigo no se arredra por la dificultad y con una y mil estratagemas, con cientos de grandes batallas y pequeñas escaramuzas, combate al sacerdote, al religioso (a la religiosa) para que olvide o al menos recuerde con menos fuerza aquel como decía san Agustín “gran pensamiento de la eternidad”.
Sabe muy bien que quitado este pensamiento, apagada esta idea, solapado este objetivo con otros buenos pero más rastreros, está a punto de ganar un alma y con ella las demás que ese consagrado debía llevar al cielo. Y si no la gana totalmente, al menos le quita muchísima fuerza y empuje.
La santidad, el cielo, ¡Dios!, las almas… clarísimos ideales al dar el paso de entrar en la vida religiosa, con el correr de los años, sin una vigilancia minuciosa y perseverante pueden perder su poder de atracción y dar lugar a otras cosas quizás buenas, pero que no dejan de ser ilusiones; y no debemos hacernos más ilusiones que las que el Señor no ha dado… las demás son construcciones de nuestra imaginación que si bien pueden en algún momento mantenernos en camino, como no tienen a la Roca, Cristo, como fundamento, pronto se desvanecen, y con ellas cae, se desploma, todo lo que construimos encima, con todo el dolor que esto lleva consigo.
Es imposible que un religioso en formación no se haga ciertas ilusiones de su futuro, la misión, sus apostolados, sus talentos, su gente, etc., etc., y nada de malo hay en eso (¡al contrario!). Pero necesariamente deberá con el paso del tiempo ir purificando todo esto para esperar solamente en Él y de Él.
El místico del siglo XX, San Rafael Arnaiz, escribía: “La paz de mi alma es la paz del que nada de nadie espera”. ¡A eso hay que apuntar, ese es el objetivo!, ya que sabemos muy bien que el gran problema de fondo en todas nuestras luchas, tristezas, fracasos, desconsuelos y broncas, es “esperar algo” o “querer algo de alguien” que no sea Dios.
Cuando se deja de lado toda esperanza que tenga algo de puramente humano, decía el Santo, queda “solamente el deseo de vivir unido a la Voluntad de Dios”.
El infinito amor de Dios hará lo imposible para que ese consagrado no espere otra cosa fuera de Él. Es parte de la tarea de sanar/elevar que tiene que realizar la Gracia en cada uno. Y muy probablemente la medicina más misteriosamente exquisita, no por lo sabrosa sino por lo efectiva, que aplicará el Gran Médico y Sanador será la Cruz. Año tras año, misión tras misión, objetivo tras objetivo, lugar tras lugar, la Cruz irá rozando al misionero en sus espaldas de manera más incisiva y dejando marcas que solo cicatrizarán si mira al cielo.
Digo que sólo cicatrizarán así, con la mirada en las estrellas, porque puede ser posible que en lo más acuciante de la prueba, en lo más oscuro de la noche del alma, Dios incluso pueda permitir que el misionero no encuentre consuelo ni siquiera mirando al Crucificado… como Cristo tampoco lo encontró en su pasión… misterios de las pruebas que Dios permite en un alma que quiere llevar a la santidad… En esos momentos el pensamiento de “esto también pasará” y “después de esto Él aparecerá” pueden mantener firme el timón hacia al puerto deseado.
San Pedro y san Pablo hablaban de que en este mundo estamos en una tienda, o sea de paso. No se entiende, por tanto un cristiano, sin la idea de la eternidad; pero mucho menos se entiende un religioso, una religiosa, un sacerdote, un misionero, una contemplativa, sin ese gran pensamiento de fondo, sin sus ojos clavados en el más allá.
Y si san Pablo dijo que si tenemos fe en Jesucristo solamente para este mundo somos los más desdichados de los hombres, cuánta más desdichas le caben a quien entrega cada célula de su cuerpo y cada suspiro de su alma a ese mismo Cristo, olvidándose del paraíso donde Él lo espera.
Sí, es cierto, en un exceso de su bondad y misericordia, Él no solo ha prometido el cielo a quienes dejen todo: casa, padres, hermanos, hacienda, por Su causa, sino también el ciento por un aquí en la tierra en casas, padres, hermanos, amigos… Pero no olvidemos que cuando lo dejamos todo no pensamos en absoluto en ese ciento por uno, sólo queríamos a ese Dios y Su voluntad, la cual nos llevaría a Su eternidad. Y mucho más que ese ciento por uno, resonaba en nuestras mentes aquel si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su Cruz y sígame (Mt 16,24)
Al comienzo de la vida religiosa Dios nos hacía sentir más esa añadidura pero a simple vista parecería que el paso del tiempo hace perder fuerzas a la promesa del Señor… Pero no es así, nada más firme que aquellas palabras que se mantendrán aunque todo pase (Mt 24,35). Sucede que el ciento por uno que Dios ofrece es a la medida y capacidad de quien lo recibe… Ese ciento por uno es cada vez más espiritual, menos puramente humano, más sobrenatural, con más olor de eternidad. En definitiva, el ciento por uno es Él mismo, y a Él se lo encentra en la Cruz, pero detrás de esa Cruz clavado en lo alto, se divisa el cielo.
La felicidad más pura se nos ofrece con las bienaventuranzas en el capítulo 5 de san Mateo. Si las releemos veremos que todo lo que Jesús nos ofrece: ser saciados, ser consolados, alcanzar misericordia, etc. se reducen a estas dos: ver a Dios en el Reino de los Cielos. Y además veremos que paradójicamente la causa de todo esto: llorar, ser misericordiosos, limpios de corazón, pobres de espíritu, etc., no es otra cosa que la Cruz. Como decía Mons. Fulton Sheen “El día que Cristo proclamó las bienaventuranzas firmó su sentencia de muerte”, o también aquello de que lo que Cristo predicó en el monte de las Bienaventuranzas, lo vivió en el monte Calvario.
Se trata entonces de vivir crucificados sin perder de vista ni un solo instante que esa Cruz nos lleva indefectiblemente a gozar de Aquel que allí eligió morir, y esa convicción será la única que nos mantendrá alegres en nuestro peregrinar terreno. Y esto confiando en que algún día, por obra del amor más intenso, esa misma Cruz se nos transforme en fuente de alegría, según aquello de la santa de Liseaux “He llegado a no poder sufrir más pues me es dulce todo sufrimiento”.
Casi se cae la pluma de la mano al pensar en Ella, la Santísima Virgen, que vivió de manera perfectísima todas estas cosas. ¡En sus manos estamos!
[1] Breve discurso o charla que se da al comienzo del ciclo lectivo.
Estimado P. Gustavo y amigos que leen este Blog el mensaje es claro y directo,si lo miramos con los ojos de este mundo es muy duro y hoy en día va contra toda moda o fuera de popularidad, pero es toda la razón de vida, » el que quiere venir conmigo, niéguese a sí mismo y tome su cruz….» Cuesta, pero ahí esta el secreto, sólo esa fuerza interior que sólo Jesús nos puede Dar nos puede cambiar, pero sólo Dios sabe en que minuto nos tocara a cada uno de nosotros! mientras tratemos entender, sentir, vivir, como vivió Jesús.
Un abrazo en Cristo y María Santísima,
Francisco Baeza A.
Queramos o no la cruz, siempre estara presente en nuestra via. Entonces es mejor amarla, con todo el coarazon y con la mirada clavada en la eternidad y todo tendra sentido.
Gracias p. lombardo y que el Senor lo bendiga siempre
Gracias por esa lectura divina en manos de Dios, nos lleva a la reflexión, y conocer más cada día de Jesús.
Dios mío mi dueño y Señor, me pongo en tus manos. Haz de mi sea lo que sea.
Es muy profunda la invitación pero más profundo es lo que siembran estas reflexiones.
Gracias a Dios por la vida de quienes nos enseñan, a caminar este camino y este contagio de fe. Gracias P Gustavo.