Quien cree… ¡se arriesga!

Tiempo Pascual, tiempo propicio para aumentar nuestra fe, ya que la resurrección del Señor es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, documentada por el Nuevo Testamento, creída y vivida como verdad central por las primeras comunidades cristianas, transmitida como fundamental por la tradición, nunca olvidada por los cristianos verdaderos y hoy muy profundizada, estudiada y predicada como parte esencial del misterio pascual, junto con la cruz”[1]. (Juan Pablo II)

Y unos meses después dirá el Santo Padre: “La resurrección confirma la verdad de su misma divinidad (…) En la Resurrección se reveló el hecho de que ‘en Cristo reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente’ (Col 2,9). Así, la resurrección ‘completa’ la manifestación del contenido de la Encarnación. Por eso podemos decir que es también la plenitud de la Revelación”[2].

Para aumentar nuestra fe, además de pedir esa gracia (cf. Mc 9,24) tenemos que buscar vivir de la fe (cf Rm 1,17), para lo cual hace falta asumir los riesgos de la fe.

San John Henry Newman decía: “las obras de la fe son precisamente aquellas que yo no haría si no tuviese fe”. Y San Alberto Hurtado, comentando un texto del mismo Santo, nos ayuda a hacer un examen de conciencia… “Pensemos. ¿Qué has sacrificado por la promesa de Cristo? En cada riesgo hay que sacrificar algo…”.

Los dejo con esta hermosa Meditación que puede ser de mucho provecho espiritual, si la leemos/meditamos con verdaderas intenciones de convertirnos/santificarnos.


Los riesgos de la fe[3]

Meditación de: ¿Qué he hecho por Cristo?[4] «Podéis beber el cáliz… ¡Podemos!» (Mt 20,22).

Santiago y Juan piden al Señor, con noble ambición, sentarse a su lado en la gloria; sublime ambición, y Jesús les responde la gran aventura en que se embarcan si esto piden: Debéis correr un tremendo riesgo -para alcanzarlo. ¿Podéis beber mi cáliz, podéis ser bautizados con mi bautismo? -¡Sí, podemos! Aquí está nuestro deber: arriesgarnos cada día por la vida eterna… Arriesgarse significa correr un riesgo: ¡falta total de seguridad!

Riesgo, porque si bien es cierto que los que perseveraren en el servicio de Cristo hasta el fin recibirán su recompensa, esto es cierto de los que perseveraren. Pero tomados nosotros uno a uno ninguno sabe con certeza que va a perseverar; pero para tener posibilidad de perseverar tiene que arriesgar, tiene que arriesgarse. El que quiere salvarse tiene que arriesgarse. No hay riesgo cuando no hay temor, incertidumbre, ansiedad y miedo. En esto consiste la excelencia y la nobleza de la fe, que la señala entre las otras virtudes: porque supone la grandeza de un corazón que se arriesga.

San Pablo asienta firmemente esta doctrina en su Epístola a los Hebreos (leer capítulo 11), y nos da multitud de ejemplos para quitarnos toda posibilidad de error. Comienza por su definición de fe: «La fe es la firme seguridad de lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos» (Heb 11,1). En su esencia, pues, la fe es hacer presente lo que no vemos; obrar por la sola esperanza de lo que esperamos sin poseerlo ahora; el arriesgarse para alcanzarlo; el sacrificio de la felicidad presente, de bienes o alegrías que poseemos, por lo futuro.

En 1 Corintios 15,19 dice: «Si sólo mirando a esta vida, tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres». Si los muertos no resucitan hemos hecho la más infeliz elección de vida, y somos los hombres más miserables… Nos arriesgamos por nada… (pero inmediatamente da las razones por las cuales nuestro riesgo no es infundado). En la epístola a los Hebreos cita innumerables ejemplos de los antiguos Patriarcas que arriesgaron su felicidad presente por la futura (leer capítulo 9). «Abraham fue llamado a la tierra que había de recibir en herencia, sin saber adónde iba… y los demás murieron sin haber visto realizadas las promesas, sino mirándolas de lejos, pero persuadidos de ellas y habiéndolas abrazado en su alma y confesando que ellos eran extraños y peregrinos sobre la tierra» (Heb 11,8-13). Esta fue la fe de los Patriarcas, y los Apóstoles Santiago y Juan, con gran simplicidad, afirman igual cosa. No se daban perfecta cuenta de todo cuanto ofrecían y afirmaban, pero lo más íntimo de su corazón se revelaba en estas palabras, profecía de su conducta futura. ¡Se entregaron a sí mismos sin reserva y fueron tomados por Uno más fuerte que ellos y cautivados por El! Pero aunque poco sabían el alcance de su ofrecimiento, se ofrecían de corazón y así fueron aceptados: «¿Podéis beber?… -Sí podemos! ¡Beberéis pues mi cáliz y seréis bautizados con el Bautismo con yo seré bautizado!» (Mt 20,22).

Así actuó también Nuestro Señor con San Pedro: Aceptó el ofrecimiento de sus servicios aunque le avisó cuán poco se daba cuenta de lo que ofrecía. El celoso apóstol lo quería seguir inmediatamente, pero Jesús le dijo: «Donde voy no me puedes seguir ahora, pero me seguirás después» (Jn 13,36). En otra ocasión aceptó su ofrecimiento y le dijo: «Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará donde no quieras» (Jn 21,18-22).

Estos eran los riesgos a que, por la fe, se exponían los Apóstoles. Nuestro Señor en el pasaje de San Lucas 14,28-33 nos amonesta que esa es nuestra vocación: «¿Quién de vosotros, antes de edificar una torre, no calcula su costo y ve si tiene con qué terminarla, no sea que después de haber puesto los cimientos no tenga con qué terminarla y se rían de él?», y luego añade: «Así pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo», advirtiéndonos del sacrificio total que estamos llamados a ofrecer. Se lo entregamos todo a Él, y Él puede pedir esto o aquello o dejárnoslo por un tiempo según le plazca.

El caso del joven rico, que se volvió tristemente cuando Nuestro Señor le pidió que lo dejase todo y lo siguiera, es uno de esos casos de uno que no se atreve a arriesgar este mundo por el otro, fiándose de Su Palabra.

Conclusión general: Si la fe es la esencia de la vida cristiana, se sigue que nuestro deber es arriesgar todo cuanto tenemos, basados en la Palabra de Cristo, por la esperanza de lo que aún no poseemos; y debemos hacerlo de una manera noble, generosa, sin ligereza, aunque no veamos todo lo que entregamos, ni todo lo que vamos a recibir, pero confiando en Él, en que cumplirá su promesa, en que nos dará fuerzas para cumplir nuestros votos y promesas, y así abandonar toda inquietud y cuidado por el futuro.

Al aplicar las consecuencias, vienen las objeciones

Esto, mirado en general, es claro ¿lo será tanto cuando saquemos las conclusiones prácticas que se siguen irredarguiblemente? Muchos conceden a los sacerdotes el derecho de predicar la doctrina abstracta, pero cuando descubren que están ellos implicados, entonces buscan toda clase de excusas: no ven que «esto» se sigue de «aquello», o bien que «esto es exagerar», o «extravagancia», que hemos olvidado la época, la manera de ser de ahora, etc… Con razón se ha dicho: «Donde hay una voluntad allí hay un camino». No hay verdad, por más fulgurante que sea, a la que un hombre no pueda escapar si cierra sus ojos; no hay deber, por más urgente que sea, en cuya contra uno no pueda hallar 10.000 razones, tratándose de aplicarlo a él. Y están seguros que se exagera cuando no se hace más que aplicar lo que es evidente.

Esta triste enfermedad humana se ve actualizada en el tema que estamos tratando. ¿Quién va a dejar de admitir que la fe consiste en arriesgarse, basados en la Palabra de Cristo, sin ver lo que abrazamos? Ahora bien, aun los mejores ¿qué arriesgan en virtud de la palabra de Cristo?

Pensemos. ¿Qué has sacrificado por la promesa de Cristo? En cada riesgo hay que sacrificar algo: aventuramos nuestras propiedades por una ganancia, cuando tenemos fe en un plan comercial. ¿Qué hemos aventurado por Cristo? ¿Qué le hemos dado en la confianza de su promesa? El Apóstol decía que él y sus hermanos serían los más miserables si los muertos no resucitaran, ¿podemos decir lo mismo? ¿Qué hemos dejado nosotros que signifique un fracaso si no hubiera cielo, lo que es imposible? Un comerciante que se ha embarcado en una especulación pierde -si falla- no sólo el interés de una ganancia, sino sus bienes, que ha expuesto, arriesgados con la esperanza del fruto. Este es el problema: ¿qué hemos arriesgado nosotros?

Cuando los jóvenes dan rienda suelta a sus pasiones, o al menos van tras las vanidades del mundo; al avanzar el tiempo entran en negocios honrados o en otro camino de hacer plata, luego se casan y se establecen, y cuando sus intereses coinciden con sus deberes parecen ser hombres respetables y religiosos; crecen aficionados a lo que les rodea; cuando las pasiones pasan detestan el vicio, y persiguen una vida de paz con todos. Esta conducta es correcta y digna de alabanza; pero ciertamente nada tiene que ver con la Religión: nada significa la posesión de principios religiosos: todo lo que hacen está movido por un interés presente, por una ventaja presente: siguen sus deseos de orden y dignidad porque ese es su gusto, pero no arriesgan nada, no sacrifican, no abandonan nada, fiados en la palabra de Cristo.

Por ejemplo San Bernabé tenía una propiedad en Chipre: la dio para los pobres de Cristo. Aquí hay un sacrificio, hizo algo que no habría hecho si el Evangelio de Cristo fuera falso… Y es claro que si el Evangelio de Cristo fuera falso (lo que es imposible) hizo un muy mal negocio; sería como un negociante que quebró, o cuyos barcos se hundieron.

El hombre tiene confianza en el hombre, se fía de su vecino, se arriesga, pero los cristianos no arriesgamos mucho en virtud de las palabras de Cristo y esto es lo único que deberíamos hacer. Cristo nos advierte: «Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas» (Lc 16,9). Esto es, sacrifique por el mundo futuro lo que los sin fe usan tan mal: viste al desnudo, alimenta al hambriento… «haceos bolsas que no se gastan, un tesoro inagotable en los cielos, adonde ni el ladrón llega, ni la polilla roe» (Lc 12,33). La limosna, por ejemplo es un riesgo inteligible, una evidencia de la fe.

Así también, aquel que, teniendo buena expectativa en el mundo, abandona todas sus expectativas para estar más cerca de Cristo, para hacer de su vida un sacrificio y un apostolado, se arriesga por Cristo. O aquel que, deseando la perfección, abandona sus miras mundanas y como Daniel o San Pablo en mucho trabajo, mucha pena, lleva una vida iluminada sólo por la vida que vendrá. O aquel que, después de haber caído en pecado, se arrepiente con palabra y con obras, pone un yugo sobre sus hombros, se mortifica, es severo con su carne, se niega placeres inocentes, se expone a pública vergüenza, éste demuestra que su fe realiza lo que espera, en una anticipación de la que espera ver. O aquel que ruega a Dios, contra lo que los más buscan, y abraza lo que el mundo aborrece. O aquel que, cuando se ve cercado de lo que el mundo llama males, aunque tiembla dice: «Que se haga tu voluntad». O el que teniendo expectativas de riqueza y honores, clama a Dios que nunca lo haga rico. O el que tiene su mujer e hijos o amigos que puede perder, antes que suceda, le dice a Dios: si es tu voluntad quítamelos, a Ti te los entrego, a Ti los abandono. Éstos arriesgan lo que pueden por la fe.

La aceptación

Estos son oídos por Dios, y sus palabras son escuchadas, aunque no sepan hasta dónde llega lo que ofrecen, pero Dios sabe que dan lo que pueden y arriesgan mucho. Son corazones generosos, como Juan, Santiago, Pedro, que con frecuencia hablan mucho de lo que querrían hacer por Cristo, hablan sinceramente pero con ignorancia, y por su sinceridad son escuchados aunque con el tiempo aprenderán cuán serio era su ofrecimiento. Dicen a Cristo «¡podemos!», y su palabra es oída en el cielo.

Es lo que nos acontece en muchas cosas en la vida. Primero, en la Confirmación cuando renovamos lo que por nosotros se ofreció en el Bautismo, no sabemos bastante lo que ofrecemos, pero confiamos en Dios y esperamos que Él nos dará fuerzas para cumplirlo. Así también al entrar en la vida religiosa no saben hasta dónde se embarcan, ni cuán profundamente, ni cuán seductoras sean las cosas del mundo que dejan, ni que a veces tengan que «arrancarse» de ellas con sangre, sacrificar el deseo de sus ojos y arrancar con sangre sus corazones al pie de la Cruz, mientras ellos soñaban simplemente que escogían el dulce camino de los tabernáculos divinos.

Y así también, en muchas circunstancias, el hombre se ve llevado a tomar un camino por la Religión que puede llevarle quizá al martirio. ¡No ven el fin de su camino! Sólo saben que eso es lo que tienen que hacer, y oyen en su interior un susurro que les dice que cualquiera sea la dificultad Dios les dará su gracia para no ser inferiores a su misión (Aplicarlo también a los novios, dificultades del matrimonio, política, sociología).

Sus Apóstoles dijeron: Podemos, y Dios los capacitó para sufrir como sufrieron: Santiago traspasado en Jerusalén (el primero de los Apóstoles); Juan más aún, porque murió el último: años de soledad, destierro y debilidad. Tuvo que experimentar la amargura de la soledad cuando los que amaba habían ya partido. Vivir con sus propios pensamientos, sin amigos ni familiares: a él le pedía el Señor, como garantía de su fe, que le fuera quitado todo lo que amaba su corazón. Él era como un hombre que se cambia a un país lejano y que va enviando uno a uno sus bienes ante él, y se queda en una casa desmantelada. Así envió antes uno a uno a sus amigos, quedándole sólo el pensamiento de que lo esperaban en el cielo y oraban por él, y lo recibirían cuando Dios lo llamara. Mandó ante él otros testimonios de su fe: un trabajo de abnegación, una guarda celosa de la verdad, ayunos y oraciones, trabajos de amor, una vida virginal, persecuciones y destierros.

Bien diría al final de su vida: ¡Ven, Señor Jesús! (Maranatá, cf. Ap 22,20), como los que están cansados de la noche y esperan la mañana. Todos sus pensamientos, todas sus contemplaciones, todos sus deseos y esperanzas estaban reunidos en el mundo invisible; y la muerte, cuando vino, le trajo la visión de lo que había adorado, de lo que había amado, de lo que había frecuentado desde tantos años atrás. Y cuando le trajo la presencia de lo que había perdido sintió la bendición de sus juramentos guardados, de sus riesgos satisfechos más allá de toda medida.

No nos contentemos con lo que poseemos, más allá de las alegrías, ambicionemos llevar la Cruz para después poseer la corona.

Cuáles son, pues, hoy nuestros riesgos basados en su Palabra: Expresamente lo dice: «El que dejare casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos o hijas, o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y la herencia del cielo… Pero muchos que son los primeros serán los últimos; y los últimos serán los primeros» (Mt 19,29-30).


Para descargar el programa con todos los textos de San Alberto Hurtado: aquí


[1] Juan Pablo II, Catequesis del 25 de enero de 1989.

[2] Juan Pablo II, Audiencia del 8 de marzo de 1989.

[3] San Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20043, pp. 275-280.

[4] La pregunta: ¿Qué he hecho por Cristo? Aparece en la 1ª semana de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola (EE. n. 53)

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