“Vir obediens loquitur victoriam” afirma la Sagrada Escritura en su edición Vulgata (en latín), en Prov. 21,28b, lo cual suele traducirse tradicionalmente por “El hombre obediente cantará victorias”. Hay tanto de verdad y tanto de Evangelio en esa frase que daría para varios libros (que, de hecho, los hay).
Santo Tomás, por supuesto, trata ex profeso sobre esta virtud y cuando se pregunta si un hombre debe obedecer a otro hombre afirma que “en los asuntos humanos, según el orden del derecho natural y divino, los súbditos deben obedecer a los superiores”[1]. Y si resalto “y divino” es porque aún en la obediencia a la autoridad humana –por supuesto autoridad legítima y en cosas que no sean pecado– estamos obedeciendo a Dios, de quien recibe la autoridad quien la posee. Es por eso que, salvo en el caso de algún anacoreta –ni siquiera todos– no existe hombre sobre la tierra que deba obedecer sólo a Dios directamente. De ahí que todo lo que se alabe esta virtud debe entenderse no sólo en lo referente a la sujeción a Aquel que le rezamos “hágase tu voluntad…” sino a toda autoridad que, como dijimos, participa de la Suya. Y si de esto nos cabría alguna duda, bástenos contemplar a Nuestro Señor Jesucristo y no cabrá duda alguna.
Sin obediencia no hay salvación ni santidad posible. De ahí la importancia de que los padres se la inculquen a sus hijos de palabra y con el ejemplo. Aquel gran educador que fue Don Bosco la recomendaba muchísimo; decía por ejemplo: “El niño obediente puede llegar a ser santo”[2], y también “la gracia de Dios triunfa siempre donde encuentra una humilde obediencia”[3]; de ahí que Santa Catalina de Siena afirmara: “Nadie puede llegar a la vida eterna sino obedeciendo, y sin la obediencia nadie entrará en ella, porque su puerta fue abierta con la llave de la obediencia. Y cerrada con la desobediencia de Adán”[4].
La obediencia está muy relacionada con la humildad. Ya San Benito en su regla sentenciaba que “el primer grado de humildad es la obediencia sin demora”[5] y Santo Tomás, mostrando otra vez la unión de la obediencia humana a la divina, enseña que “la humildad hace referencia principalmente a la sujeción del hombre a Dios en cuyo honor humillándose también se somete a otros”[6].
Otro de los grandes bienes que tiene la obediencia es que nos ayuda a negar la propia voluntad. San Alfonso citando a San Bernardo decía que “que si todos los hombres renunciasen a su propia voluntad, nadie se condenaría”[7], y por eso el Eclesiástico nos amonesta “apártate de tu propia voluntad” (8,30b). Y allí viene en ayuda la obediencia, como afirma San Juan de Ávila en su clásico libro “Audi Filia”:
“Haceos baja y sujeta a toda criatura –como dice San Pedro (1Pe 2, 13)– y que pueda quienquiera pasar por vos, y hollar y contradecir a vuestra voluntad, como a un poco de lodo. Y a quien más os ayudare a esto, más le amad y agradeced, porque os ayuda a vencer vuestros enemigos, que son vuestro parecer y vuestra voluntad”[8].
Y podríamos seguir citando y citando frases de santos y ejemplos y más ejemplos sobre las bondades de esta virtud, pero terminemos esta parte del post con una cita de San Gregorio que evoca San Ignacio en una famosa carta sobre el tema: “la obediencia es una virtud, que sola ella ingiere en el ánima las otras virtudes, e impresas las conserva” [9]. Una virtud que es causa de todas las demás y no solo en cuanto a su existencia sino también a su crecimiento, claro está que quien la posea ¡¡cantará victorias!!
Pero lo que vale, claro está, cuesta; de aquí que afirme el Aquinate, hablando de Nuestro Señor Jesucristo:
…aprendió por sus padecimientos qué es la obediencia (Heb 5,8). “Dice aprendió qué es la obediencia, esto es, cuán grave es obedecer, porque Él mismo obedeció en las cosas más graves y más difíciles: hasta la muerte de la cruz[10]. Y así muestra cuán difícil es el bien de la obediencia. Porque los que no son expertos en la obediencia, y no la han aprendido en las cosas más difíciles, creen que obedecer es muy fácil. Pero para que sepas qué sea la obediencia, es necesario que aprendas a obedecer en las cosas más difíciles, y el que no aprende obedeciendo a estar sometido, jamás sabrá mandar bien cuando deba mandar”[11].
¡Sí que cuesta obedecer! Pero quien quiera cantar victorias sin luchas ni combates, sin sacrificios ni renuncias, sin el eco de aquel niéguese a sí mismo que como norma maestra nos dio el Señor, pues ese tal se olvide de cantares y de victorias y, además, también se olvide de todo lo bueno que pueda hacerse en este peregrinar terreno –¡y cuánto más en el otro!–; porque desde que Adán y Eva hicieron lo suyo con el fruto prohibido, no hay nada noble y grande sobre esta tierra que no conlleve consigo ese cargar con la Cruz que como ejemplo único y sublime nos dejó el Señor.
La obediencia religiosa
Aunque no parezca, solo acabamos de terminar la introducción al tema del post; y si fue larga es porque quizás más de uno en estos renglones abandonará la lectura, puesto que hablaré de algo más específico. Dado que hoy, 2 de febrero, es el día de los consagrados, este post no tiene como objeto principal hablar de la obediencia en general sino de lo que podríamos llamar “la expresión más alta de la obediencia”, o sea, la obediencia religiosa. ¿Por qué la expresión más alta, más perfecta, de la obediencia? Porque religioso por la profesión de los votos, y especialmente el de obediencia que lo configura como tal, entrega absolutamente todo a Dios, a manera de verdadero holocausto:
“La profesión religiosa constituye un verdadero holocausto de sí mismo, ya que en virtud de los votos se entrega a Dios todo lo propio, sin reservarse nada: por el voto de castidad, el bien propio del cuerpo; por el voto de pobreza, las cosas exteriores; y los bienes del alma por el voto de obediencia”[12].
Además de que los votos de castidad y de pobreza están contenidos en el de obediencia, éste último hace referencia a la entrega de los bienes del alma, es decir, de la libertad, de lo más propio del hombre, de lo más digno, de lo que más lo asemeja al Creador. De ahí que sea realmente un holocausto: quien lucha por vivir la obediencia como Dios manda, en ciertos momentos de prueba puede sentir el dulce y profundo dolor de que realmente no se pertenece; de que nada, absolutamente nada, le queda sin entregar.
Y aquí hagamos un paréntesis para dejar claro que, si bien la obediencia en sí, como vimos, ya dice una referencia a Dios, en el caso de la obediencia religiosa, la naturaleza misma del acto de virtud brota de la fe; en otras palabras, no puede entender qué es este tipo de obediencia quien no tenga fe –y mucha– e, incluso, en ciertos casos, aun teniéndola no se le hará fácil entenderla. De algún modo se puede aplicar a este tipo de obediencia aquello que dijo Nuestro Señor con respecto al celibato: “el que pueda entender, que entienda” (Mt 11,15), queriendo significar que lo podría vivir –y entender– aquel a quien se diese el don para eso. Del mismo modo la obediencia religiosa podrá entenderla sobre todo quien esté llamado a vivirla y, por supuesto, ponga de su parte para secundar la gracia divina.
Cerremos el paréntesis y retornemos a aquello de que el religioso todo lo entrega por la obediencia. Pues los actos externos… (donde estar, qué hacer, qué no, etc.) los somete a la obediencia. Quizás acaso podría refugiarse en su interior y mantener la voluntad “libre”, es decir haciendo caso solo exteriormente pero manteniendo su querer contrario a lo mandado; pero no, en ese caso sí cumpliría con el voto pero no tendría la virtud de la obediencia –o sea, se podría ir olvidando del camino a la santidad–, así que si quiere el religioso, la religiosa, seguir siendo coherente a su estado, a su profesión, a su libre elección de ser un consagrado, deberá también someter la voluntad al superior.
Pero al amor propio no se lo mata de uno o dos golpes… y buscará un último lugar donde seguir vivo: la inteligencia. ¿Puede un buen religioso mantener voluntariamente un juicio contrario a lo mandado? No, no… hasta donde puede la voluntad –y sí que puede si hay buena voluntad– inclinar el acto de entender. Deberá, por tanto, el buen religioso hacer todo lo posible para ver en la decisión del superior, lo mejor, lo más conveniente para él y para todos.
Si me han seguido en el razonamiento –por ahí no tan sencillo– coincidirán conmigo de que realmente, ¡bendito Dios!, si somos religiosos como debemos serlo, no nos queda absolutly nothing… la virtud de la obediencia cala hasta lo más recóndito de nuestro espíritu y allí, no sin herir, sana, purifica, eleva, santifica…
A estos tres grados de perfección en la obediencia que acabamos de nombrar se los ha llamado tradicionalmente obediencia de ejecución, obediencia de voluntad y obediencia de juicio. Y como todo lo tradicional, claro está que también estas verdades –y sobre todo estas prácticas– son hoy en día muy contrastadas; esto es parte de la crisis que vive la vida religiosa donde por lo general se tiende a “democratizar” la obediencia.
¿Pero a quién obedece el religioso? Claro está que, si se le pide ese grado, nivel y profundad de obediencia es porque está obedeciendo, por medio de los superiores, directamente a Dios. El Concilio Vaticano II se hace eco de la tradición milenaria de la Iglesia a este respecto diciendo que “los religiosos, por moción del Espíritu Santo, se someten con fe a sus superiores, que hacen las veces de Dios”[13].
Cualquiera podría dejar volar la imaginación y pensar que es algo desmedido y absolutamente exagerado ponerse en manos de un ser humano de carne y hueso entregándole todo por medio de la obediencia, como si fuera Dios mismo… ya les había dicho que no era fácil entenderlo.
Sucede que estamos hablando de superiores religiosos, es decir, de personas que también se han entregado a Dios totalmente, buscando la perfección de la caridad, y si están donde están es porque han sabido también obedecer, con todo lo que eso implica. Queremos decir –y lo vivimos por gracia de Dios hace 23 años– que los superiores tienen defectos, como todos, pero son personas virtuosas y, por tanto, que buscan el bien de los súbditos (¡cuántos en el mundo desearían tener un jefe con la caridad de un superior religioso!). Y aunque se diera el caso –que sin duda se dará– de que un superior no fuese virtuoso, Dios usará eso mismo como fuente de santificación de los súbditos. Por supuesto que esto solo se vive, se conoce, se ve y se siente desde la fe.
Además, como toda virtud, la de la obediencia hace que una vez adquirida los actos se realicen de manera fácil, ágil y deleitable. Es decir que el religioso obediente y virtuoso es feliz –¡y muy feliz!– obedeciendo. Ya lo atisbaba aún sin vivir el Beato Dom Columba Marmiom:
“Antes de hacerme monje no podía, a los ojos del mundo, hacer más bien del que hacía donde me encontraba. Pero he reflexionado y he rezado, y he comprendido que solamente estaré seguro de cumplir siempre la voluntad de Dios si practico la obediencia religiosa. Tenía todo lo necesario para alcanzar la santificación, a excepción de un único bien: el de la obediencia. Ese fue el motivo por el que abandoné mi patria, renuncié a mi libertad y a todo… Era profesor; aunque era muy joven, tenía lo que suele llamarse una buena situación, éxito y amigos que me apreciaban mucho, pero no tenía ocasión de obedecer. Me hice monje porque Dios me reveló la belleza y la grandeza de la obediencia”[14].
El “Doctor de la obediencia”
No dudo que este post está más largo de lo convencional, pero no me ha salido de otra manera y estimo que el tema lo amerita; si alguien llegó hasta estas alturas, sepa disculpar en todo caso mi falta de capacidad de síntesis. Ahora bien, nos queda el consuelo de que no hace falta llegar al final. Porque si eres laico lo que voy a citar in extenso supongo que, dada su especificidad, no te va a interesar demasiado; y si eres religioso/a, quizás sea mejor leerlo tranquilo en otro momento, meditarlo –y quizás cada tanto hacerlo de nuevo– porque es de una claridad y profundidad únicas y pide cierto reposo del espíritu. Aún si conoces el texto –lo más probable– no se pierde el tiempo en repasarlo… ¡todo lo contrario!
Estoy hablando de un una carta que le ha valido a su autor el título de “Doctor de la obediencia”, “y es que San Ignacio –como afirma un biógrafo– no sólo escribió magistralmente sobre ella, sino que la impuso a todos sus hijos como columna fundamental de su Orden”[15]. Pío XI al cumplirse tres siglos de la canonización del Santo, afirmó que
“Ignacio poseyó en grado insigne el espíritu de obediencia, y que Dios le asignó como oficio y tarea propia (tamquam proprium munus) el conducir a los hombres con mayor afán al cultivo de esa virtud”[16].
Los ejemplos de obediencia del Santo serían como para otro post. Los dejo con la Carta que no tiene una letra de desperdicio y que está motivada por una situación bastante turbulenta que vivían los jesuitas de Coimbra, Portugal –hasta donde sé la mayor dificultad que tuvo la Compañía en tiempos de San Ignacio–.
Debajo les dejo también los enlaces de algunos textos más de otros autores, muy buenos también, sobre el mismo tema. A mi entender lo que especifica y realza la doctrina ignaciana al respecto es cómo –y en qué medida, con qué profusión de razones– desarrolla la fibra más íntima, profunda y difícil de la obediencia –y al mismo tiempo justamente por eso la más importante y liberadora–lo que atañe a la obediencia de juicio.
¡Que les aproveche! ¡Y a cantar victorias…!
No sin antes poner los ojos en “la obediente por antonomasia”, la “la esclava del Señor” (Lc 1,38), ya que gracias a su obediencia hemos sido redimidos, como afirma San Ireneo: “El nudo de la desobediencia de Eva ha sido desatado por la obediencia de María… como aquella se dejó seducir de modo que desobedeció a Dios, ésta se dejó persuadir para obedecer a Dios”[17]. Inseparable su obediencia a Dios de la obediencia a sus intermediarios; obedeció a sus padres, a San José, a las autoridades públicas, a los a los apóstoles… después del Señor, nadie hubo ni habrá más obediente que Ella, por eso sentencia San Luis María que vivió en “ciega obediencia”[18]. Por eso Ella es, como afirmara Juan Pablo II “Madre y modelo de todas las personas consagradas”[19]. Y claro, si así fue de obediente así también cantó victorias… con el Magníficat elevó al Cielo y llenó la tierra del canto más glorioso e inefable de lo que Dios puede hacer en una criatura y en toda la humanidad: salvar al mundo por la humildad y la obediencia, suya y de su Hijo.
P Gustavo Lombardo, IVE
Carta de la Obediencia – San Ignacio de Loyola
Ignat Epist. VOL III, en la pag 184
A los Padres y hermanos de la Compañía de Jesús de Portugal
IHS. La suma gracia y amor eterno de Cristo nuestro Señor os salude y visite con sus santísimos dones y gracias espirituales.
Mucha consolación me da, hermanos carísimos en el Señor nuestro Jesucristo, entender los vivos deseos y eficaces, que de vuestra perfección y su divino servicio y gloria os da el que por su misericordia os llamó a este Instituto y en él os conserva y endereza al bienaventurado fin adonde allegan sus escogidos.
Y aunque en todas virtudes y gracias espirituales os deseo toda perfección, es verdad (como habréis de mí oído otras veces) que en la obediencia más particularmente que en ninguna otra, me da deseo Dios nuestro Señor de veros señalar, no solamente por el singular bien que en ella hay, que tanto en la Sagrada Escritura con ejemplos y palabras en el Viejo y Nuevo Testamento se encarece, pero porque (como dice San Gregorio)[20] la obediencia es una virtud, que sola ella ingiere en el ánima las otras virtudes, e impresas las conserva; y en tanto que ésta floreciere, todas las demás se verán florecer y llevar el fruto que yo en vuestras ánimas deseo, y el que demanda el que redimió por obediencia el mundo perdido por falta de ella, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz[21].
En otras religiones podemos sufrir que nos hagan ventaja en ayunos, y vigilias, y otras asperezas que, según su Instituto, cada una santamente observa; pero en la puridad y perfección de la obediencia, con la resignación verdadera de nuestras voluntades y abnegación de nuestros juicios, mucho deseo, Hermanos carísimos, que se señalen los que en esta Compañía sirven a Dios nuestro Señor, y que en esto se conozcan los hijos verdaderos de ella; nunca mirando la persona a quien se obedece, sino en ella a Cristo nuestro Señor, por quien se obedece.
[2. Principio fundamental de la obediencia.]
Pues ni porque el Superior sea muy prudente, ni porque sea muy bueno, ni porque sea muy cualificado en cualesquiera otros dones de Dios nuestro Señor, sino porque tiene sus veces y autoridad debe ser obedecido, diciendo la eterna verdad: El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia[22]; ni, al contrario, por ser la persona menos prudente se le ha de dejar de obedecer en lo que es Superior, pues representa la persona del que es infalible sapiencia, que suplirá lo que falta a su ministro; ni por ser falto de bondad y otras buenas cualidades; pues expresamente Cristo nuestro Señor, habiendo dicho: En la cátedra de Moisés se sentaron y leyeron los Escribas y Fariseos, añade: Guardad, pues, y haced las cosas todas que os dijeren, pero no hagáis conforme a sus obras.
Así que todos querría os ejercitásedes en reconocer en cualquiera Superior a Cristo nuestro Señor, y reverenciar y obedecer a su divina majestad en él con toda devoción; lo cual os parecerá menos nuevo, si miráis que San Pablo, aun a los Superiores temporales y étnicos, manda obedezcan como a Cristo, de quien toda ordenada potestad desciende, como escribe a los Efesios: Los que sois siervos, obedeced a vuestros amos y señores temporales con temor y temblor, y con sencillo corazón, como a Cristo; no sirviéndoles tan solamente en su presencia, como quien quiere aplacer a hombres, sino como siervos de Cristo, que hacen en esto la voluntad de Dios con gana y voluntad buena, como quien sirve al Señor, y no a solos hombres[23].
De aquí podéis inferir, cuando un religioso toma a uno, no solamente por Superior, mas expresamente en lugar de Cristo nuestro Señor, para que le enderece y gobierne en su divino servicio, en qué grado le deba tener en su ánima, y si debe mirarle como a hombre, o no, sino como a vicario de Cristo nuestro Señor.
[3. Grados de la obediencia.]
También deseo que se asentase mucho en vuestras ánimas, que es muy bajo el primero grado de obediencia, que consiste en la ejecución de lo que es mandado, y que no merece el nombre, por no llegar al valor de esta virtud, si no se sube al segundo, de hacer suya la voluntad del Superior; en manera que no solamente haya ejecución en el efecto, pero conformidad en el afecto con un mismo querer y no querer. Por eso dice la Escritura que es mejor la obediencia que no los sacrificios[24]; porque, según San Gregorio: Por otros sacrificios mátase carne ajena: mas por la obediencia sacrifícase la voluntad propia.
Y como esta voluntad es en el hombre de tanto valor, así lo es mucho el de la oblación, en que ella se ofrece por la obediencia a su Criador y Señor. ¡Oh, cuánto engaño toman y cuán peligroso, no digo solamente los que en cosas allegadas a la carne y sangre, mas aun en las que son de suyo muy espirituales y santas, tienen por lícito apartarse de la voluntad de sus Superiores, como es en los ayunos, oraciones y cualesquiera otras pías obras! Oigan lo que bien anota Casiano en la colación de Daniel abad: Una misma manera, sin duda, es de desobediencia quebrar el mandato del Superior por gana de trabajar, como por gana de estarse ocioso; y tan dañoso es quebrar los estatutos del monasterio por dormir, como por velar; y finalmente, tan malo es dejar de hacer lo que te manda tu abad por irte a leer, como por irte a dormir[25]. Santa era la acción de Marta, santa la contemplación de Magdalena, santa la penitencia y lágrimas con que se bañaban los pies de Cristo nuestro Señor; pero todo ello hubo de ser en Betania, que interpretan casa de obediencia; que parece nos quiere dar a entender Cristo nuestro Señor (como anota San Bernardo), que ni la ocupación de la buena acción, ni el ocio de la santa contemplación, ni el lloro de la penitencia le pudieron fuera de Betania ser agradables[26].
Así que, Hermanos carísimos, procurad de hacer entera la resignación de vuestras voluntades; ofreced liberalmente la libertad, que él os dio, a vuestro Criador y Señor en sus ministros. Y no os parezca ser poco fruto de vuestro libre albedrío que le podáis enteramente restituir en la obediencia al que os le dio: en lo cual no le perdéis, antes le perfeccionáis, conformando del todo vuestras voluntades con la regla certísima de toda rectitud, que es la divina voluntad, cuyo intérprete os es el Superior que en su lugar os gobierna. Y así no debéis procurar jamás de traer la voluntad del superior (que debéis pensar ser la de Dios) a la vuestra; porque esto sería no hacer regla la divina voluntad de la vuestra, sino la vuestra de la divina, pervirtiendo la orden de su sapiencia. Engaño es grande, y de entendimientos oscurados con amor propio pensar que se guarda la obediencia cuando el súbdito procura traer al Superior a lo que él quiere. Oíd a San Bernardo, ejercitado en esta materia: Quienquiera que descubierta o mañosamente negocia que su Padre espiritual le ordene lo que él quiere, él mismo se engaña, si se tiene y alaba de obediente con vana lisonja; porque en aquello no obedece él al Prelado, sino el Prelado a él[27]. De manera que, concluyo, que a este segundo grado de obediencia, que es (además de la ejecución) hacer suya la voluntad del Superior, antes despojarse de la suya y vestirse de la divina por él interpretada, es necesario que suba quien a la virtud de la obediencia querrá subir.
Pero quien pretende hacer entera y perfecta oblación de sí mismo, además de la voluntad es menester que ofrezca el entendimiento (que es otro grado y supremo de obediencia), no solamente teniendo un querer, pero teniendo un sentir mismo con su Superior, sujetando el propio juicio al suyo, en cuanto la devota voluntad puede inclinar el entendimiento.
Porque, aunque éste no tenga la libertad que tiene la voluntad, y naturalmente da su asenso a lo que se le representa como verdadero, todavía, en muchas cosas, en que no le fuerza la evidencia de la verdad conocida, puede con la voluntad inclinarse más a una parte que a otra; y en las tales todo obediente verdadero debe inclinarse a sentir lo que su Superior siente.
Y es cierto, pues la obediencia es un holocausto, en el cual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de caridad a su Criador y Señor por mano de sus ministros; y pues es una resignación entera de sí mismo, por la cual se desposee de sí todo, por ser poseído y gobernado de la divina Providencia por medio del Superior, no se puede decir que la obediencia comprende solamente la ejecución para efectuar y la voluntad para contentarse, pero aun el juicio para sentir lo que el Superior ordena, en cuanto (como es dicho) por vigor de la voluntad puede inclinarse.
Dios nuestro Señor quisiese que fuese tan entendida y practicada esta obediencia de entendimiento, como es a quienquiera que en religión vive necesaria, y a Dios nuestro Señor muy agradable. Digo ser necesaria, porque, como en los cuerpos celestes, para que el inferior reciba el movimiento e influjo del superior, es menester le sea sujeto y subordinado con conveniencia y orden de un cuerpo a otro; así en el movimiento de una criatura racional por otra (cual se hace por [la] obediencia) es menester que la que es movida sea sujeta y subordinada, para que reciba la influencia y virtud de la que mueve. Y esta sujeción y subordinación no se hace sin conformidad del entendimiento y voluntad del inferior al Superior.
Pues, si miramos el fin de la obediencia, como puede errar nuestra voluntad, así puede el entendimiento en lo que nos conviene; y a la causa, como para no torcer con nuestra voluntad se tiene por expediente conformarla con la del Superior, así, para no torcer con el entendimiento, se debe conformar con el del mismo. No estribes en tu prudencia, dice la Escritura[28].
Y así, aun en las otras cosas humanas, comúnmente lo sienten los sabios, que es prudencia verdadera no fiarse de su propia prudencia, y en especial en las cosas propias, donde no son los hombres comúnmente buenos jueces por la pasión.
Pues siendo así que debe [el] hombre antes seguir el parecer de otro (aunque Superior no sea) que el propio en sus cosas, ¿cuánto más el parecer de su Superior, que en lugar de Dios ha tomado para regirse por él, como intérprete de la divina voluntad?
Y es cierto que en cosas y personas espirituales es aún más necesario este consejo, por ser grande el peligro de la vía espiritual cuando sin freno de discreción se corre por ella. Por lo cual dice Casiano en la colación del abad Moisés: Con ningún otro vicio trae tanto el demonio al monje a despeñarle en su perdición, como cuando le persuade que, despreciados los consejos de los más ancianos, se fíe en su juicio, resolución y ciencia[29].
Por otra parte, si no hay obediencia de juicio, es imposible que la obediencia de voluntad y ejecución sea cual conviene. Porque las fuerzas apetitivas en nuestra ánima siguen naturalmente las aprensivas; y así será cosa violenta obedecer con la voluntad, a la larga, contra el propio juicio; y cuando obedeciese alguno un tiempo, por aquella aprensión general, que es menester obedecer aun en lo no bien mandado, a lo menos no es cosa para durar, y así se pierde la perseverancia; y si ésta no, a lo menos la perfección de la obediencia, que está en obedecer con amor y alegría; que, quien va contra lo que siente, no puede durante tal repugnancia obedecer amorosa y alegremente. Piérdese la prontitud y presteza, que no la habrá tal, donde no hay juicio lleno, antes duda si es bien, o no, hacer lo que se manda. Piérdese la simplicidad, tanto alabada, de la obediencia ciega, disputando si se le manda bien o mal, y por ventura condenando al Superior, porque le manda lo que a él no le va a gusto. Piérdese la humildad, prefiriéndose por una parte, aunque se sujeta por otra, al Superior. Piérdese la fortaleza en cosas difíciles; y por abreviar, todas las perfecciones de esta virtud.
Y al contrario, hay en el obedecer, si el juicio no se sujeta, descontento, pena, tardanza, flojedad, murmuraciones, excusas, y otras imperfecciones e inconvenientes grandes, que quitan su valor y mérito a la obediencia. Pues dice San Bernardo, con razón, de los tales que en cosas no a su gusto mandadas del Superior reciben pena: Si esto lo comienzas a llevar pesadamente, a juzgar a tu Prelado, a murmurar en tu corazón, aunque exteriormente hagas lo que manda, no es esto virtud verdadera de paciencia, sino velo de malicia[30].
Pues, si se mira la paz y tranquilidad del que obedece, cierto es que no la habrá quien tiene en su alma la causa del desasosiego y turbación, que es el juicio propio contra lo que le obliga la obediencia.
Y por esto, y por la unión con que el ser de toda congregación se sustenta, exhorta tanto San Pablo que todos sientan y digan una misma cosa[31], porque con la unión del juicio y voluntades se conserven. Pues si ha de ser uno el sentir de la cabeza y los miembros, fácil es de ver, si es razón que la cabeza sienta con ellos, o ellos con la cabeza. Así que por lo dicho se ve cuán necesaria sea la obediencia de entendimiento.
Pues quien quisiese ver cuánto sea en si perfecto y agradable a Dios nuestro Señor, verálo de parte del valor de la oblación nobilísima que se hace de tan digna parte del hombre; y porque así se haga el obediente todo, hostia viva y agradable a su divina majestad, no reteniendo nada de sí mismo; y también por la dificultad con que se vence por su amor, yendo contra la inclinación natural que tienen los hombres a seguir su propio juicio. Así que la obediencia, aunque sea perfección de la voluntad propiamente (la cual hace pronta a cumplir la voluntad del Superior), es menester, como es dicho, que se extienda hasta el juicio, inclinándole a sentir lo que el Superior siente; porque así se proceda con entera fuerza del ánima, de voluntad y entendimiento, a la ejecución pronta y perfecta.
[4. Medios generales para conseguir la obediencia.]
Paréceme que os oigo decir, Hermanos carísimos, que veis lo que importa esta virtud; pero que querríades ver cómo podréis conseguir la perfección de ella. A lo cual yo os respondo con San León Papa: Ninguna cosa hay difícil a los humildes, ni áspera a los mansos[32]. Haya en vosotros humildad, haya mansedumbre; que Dios nuestro Señor dará gracia, con que suave y amorosamente le mantengáis siempre la oblación que le habéis hecho.
[5. Medios particulares.]
Sin éstos, tres medios en especial os represento, que para la perfección de la obediencia de entendimiento mucho os ayudarán.
El primero es que (como al principio dije) no consideréis la persona del Superior como hombre sujeto a errores y miserias; antes mirad al que en el hombre obedecéis, que es Cristo, sapiencia suma, bondad inmensa, caridad infinita, que sabéis ni puede engañarse, ni quiere engañaros. Y pues sois ciertos que por su amor os habéis puesto debajo de obediencia, sujetándoos a la volundad del Superior por más conformaros con la divina, que no faltará su fidelísima caridad de enderezaros por el medio que os ha dado. Así que no toméis la voz del Superior, en cuanto os manda, sino como la de Cristo, conforme a lo que San Pablo dice a los Colosenses, exhortando los subditos a obedecer a los Superiores: Todo lo que hacéis, hacedlo de buena gana, corno quien lo hace por servir al Señor, y no a hombres; y entendiendo que habéis de recibir en pago la eterna herencia de Dios, servid a Cristo nuestro Señor[33]. Y a lo que San Bernardo dice: Ora sea Dios, ora sea el hombre, vicario suyo, el que diere cualquier mandato, con igual cuidado debe ser obedecido, con igual reverencia respetado; cuando empero el hombre no manda cosas contra Dios. De esta manera, si miráis, no al hombre con los ojos exteriores, sino a Dios con los interiores, no hallaréis dificultad en conformar vuestras voluntades y juicios con la regla que habéis tomado de vuestras acciones.
El segundo medio es, que seáis prontos a buscar siempre razones para defender lo que el Superior ordena, o a lo que se inclina, y no para improbarlo; a lo cual ayudará el tener amor a lo que la obediencia ordena; de donde también nacerá el obedecer con alegría y sin molestia alguna; porque, como dice San León: No se sirve con forjada servidumbre cuando se ama y quiere lo que se manda[34].
El tercer medio para sujetar el entendimiento es aún más fácil y seguro y usado de los santos Padres, y es: presuponiendo y creyendo (en un modo semejante al que se suele tener en cosas de fe) que todo lo que el Superior ordena es ordenanza de Dios nuestro Señor, y su santísima voluntad; a ciegas, sin inquisición ninguna, proceder, con el ímpetu y prontitud de la voluntad deseosa de obedecer, a la ejecución de lo que es mandado. Así es de creer procedía Abrahán en la obediencia que le fue dada de inmolar a su hijo Isaac[35]; y asimismo en el Nuevo Testamento algunos de aquellos santos Padres, que refiere Casiano, como el abad Juan, que no miraba si lo que le era mandado era útil o inútil, como en regar un año un palo seco con tanto trabajo; ni si era posible o imposible, como en procurar tan de veras de mover, como le mandaban, una piedra, que mucho número de gente no pudiera mover[36].
Y para confirmar tal modo de obediencia vemos que concurría algunas veces con milagros Dios nuestro Señor; como en Mauro, discípulo de San Benito, que, entrando en el agua por mandato de su Superior, no se hundía en ella[37]; y en el otro, que mandado traer la leona, la tomó y trajo al Superior suyo[38], y otros semejantes que sabéis. Así que quiero decir que este modo de sujetar el juicio propio, con presuponer que lo que se manda es santo y conforme a la divina voluntad, sin más inquirir, es usado de los Santos, y debe ser imitado de quien quiere perfectamente obedecer en todas las cosas, donde pecado no se viese manifiestamente.
[6. La representación.]
Con esto no se quita que, si alguna cosa se os representase diferente de lo que al Superior, y haciendo oración os pareciese en el divino acatamiento convenir que se la representásedes a él, que no lo podáis hacer. Pero, si en esto queréis proceder sin sospecha del amor y juicio propio, debéis estar en una indiferencia antes y después de haber representado, no solamente para la ejecución de tomar o dejar la cosa de que se trata, pero aun para contentaros más y tener por mejor cuanto el Superior ordenare.
[7. Observaciones finales.]
Y lo que tengo dicho de la obediencia, tanto se entiende en los particulares para con sus inmediatos Superiores, como en los Rectores y Prepósitos locales para con los Provinciales, y en éstos para con el General, y en éste para con quien Dios nuestro Señor le dio por Superior, que es el Vicario suyo en la tierra; porque así enteramente se guarde la subordinación y consiguientemente la unión y caridad, sin la cual el buen ser y gobierno de la Compañía no puede conservarse, como ni de otra alguna congregación.
Y éste es el modo con que suavemente dispone todas las cosas la divina Providencia, reduciendo las cosas ínfimas por las medias, y las medias por las sumas, a sus fines. Y así en los Angeles hay subordinación de una jerarquía a otra; en los cielos y en todos los movimientos corporales reducción de los inferiores a los superiores, y de los superiores, por su orden, hasta un supremo movimiento.
Y lo mismo se ve en la tierra en todas policías seglares bien ordenadas, y en la jerarquía eclesiástica, que se reduce a un universal Vicario de Cristo nuestro Señor. Y cuanto esta subordinación mejor es guardada, el gobierno es mejor, y de la falta de ella se ven en todas congregaciones faltas tan notables.
Y a la causa en ésta, de que Dios nuestro Señor me ha dado algún cargo, deseo tanto se perfeccione esta virtud, como si de ella dependiese todo el bien de ella.
[8. Exhortación final.]
Y así como he comenzado quiero acabar en esta materia, sin salir de ella, con rogaros por amor de Cristo nuestro Señor que no solamente dio el precepto, pero precedió con ejemplo de obediencia, que os esforcéis todos a conseguirla con gloriosa victoria de vosotros mismos, venciéndoos en la parte más alta y difícil de vosotros, que son vuestras voluntades y juicios; porque así, el conocimiento y verdadero amor de Dios nuestro Señor posea enteramente y rija vuestras ánimas por toda esta peregrinación, hasta conduciros con otros muchos por vuestro medio al último y felicísimo fin de su eterna bienaventuranza.
En vuestras oraciones mucho me encomiendo.
De Roma, 26 de marzo 1553.
De todos in Domino, Ignacio.
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Algunos textos más al respecto:
- “Sobre el bien de la obediencia”, del libro Jesucristo, ideal del monje (Dom Columba Marmiom): Aquí
- “La obediencia, madre y custodia de todas las virtudes”, del libro VIRTUDES APOSTÓLICAS Cartas circulares a los misioneros del P. I. M. E. (P. Paolo Manna): Aquí
- “Carta sobre la obediencia” (San Luis Orione): Aquí
[1] Santo Tomás, Suma Teológica, IIª-IIae q. 104 a. 1 co. “in rebus humanis, ex ordine iuris naturalis et divini, tenentur inferiores suis superioribus obedire”.
[2] San Juan Bosco, Máximas, n. 653.
[3] San Juan Bosco, Máximas, nº 461.
[4] Santa Catalina, Diálogo V,1.
[5] San Benito, Regla 5,1. “Primus humilitatis gradus est obediencia sine mora”
[6] Ibid. IIª-IIae, q. 161 a. 1 ad 5. “Humilitas praecipue respicit subiectionem hominis ad Deum propter quem etiam aliis humiliando se subiicit”.
[7] San Alfonso María de Ligorio, Prácticas de amor a Jesucristo, cap. 11: El que ama d Jesucristo aspira a desasirse de toda criatura.
[8] San Juan de Ávila, Audi Filia, cap. 101.
[9] San Gregorio, Morales c.14 n.28: PL 76,765B.
[10] Cf. Flp 2,8.
[11] Santo Tomás de Aquino, Super Ep. ad Hebraeos Lectura, V, 8, lectio II, nº 259, Ed. Marietti. En: Constituciones del “Instituto del Verbo Encarnado”, n. 73.
[12] Constituciones del “Instituto del Verbo Encarnado”, n. 51. Al final del párrafo citado en nota al pie se evoca al Aquinate: Cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., II-II, 186, 7.
[13] Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae Caritatis sobre la adecuada renovación de la Vida Religiosa, n. 14.
[14] Dom Columba Marmion, Cartas de la Abadía San José de Clarival, noviembre de 2002.
[15] R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola: Nueva biografía, Madrid 1986, p. 665.
[16] “Acta Apostolicae Sedis” XIV (Roma 1922) 627-34. En: R. García-Villoslada, San Ignacio de Loyola: Nueva biografía, Madrid 1986, p. 665.
[17] San Ireneo, Adv. Haereses, 2, 124
[18] San Luis María Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, n. 108
[19] San Juan Pablo II, Discurso a las superioras generales en Roma, 14 noviembre 1972.
Notas – Carta de la Obediencia – San Ignacio de Loyola
[20] San Gregorio, Morales c.14 n.28: PL 76,765B.
[21] Phil 2,8.
[22] Le 10,16.
[23] Eph 6,5.
[24] 1Sam 15,22.
[25] Casiano, Colación 4 c.20: PL 49,609.
[26] San Bernardo, Ad milites templi c.13: PL 182,939.
[27] San Bernardo, Sermo de diversis 35 n.4: PL 183,636A-B.
[28] Prov 3,5.
[29] Casiano, Colación 2 c.ll: PL 49,541 B.
[30] San Bernardo, Serm. 3 de Circumcisione n.8: PL 183,140C.
[31] Rom 15,5; 1 Cor 1,10; Flp 2,2.
[32] San León, Serm. 5 de Epiphania c.3: PL 54,252A.
[33] Col 3,23-24.
[34] San León, De ieuinuo septimi mensis serm. 89 c.1: PL 54, 444B.
[35] Gen 22,2.3.
[36] Casiano, De coenob. instit. 1.4 c.24: PL 49.183C-185A; Ib., 1.4 c.26: PL 49.186A.
[37] Cf. S. Greg., Dialog. 1.2 c.l: PL 66.146A-B.
[38] De vitis Patrim 1.3 n.27: PL 73.755D-756A-B.
Qué bueno leerlo, Padre! Lo recuerdo con mucho cariño. Saludos
Gracias gracias
Maravilloso Padre Lombardo. Agradezco muchísimo todas sus enseñanzas. Empezaré en este tiempo de cuaresma los ejercicios espirituales de San Ignacio.
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PGL: qué bueno Hugo! felicitaciones! rezamos por los frutos!
Que bien leerlo padre lLombardo. Lo extraño mucho en los ejercicios . Aprendí tanto de usted y continúo haciéndolo de sus compañeros.