Lo que me enseñó la montaña

He nacido en el llano, en plena pampa Argentina, de ahí que mis contactos con la montaña durante mi niñez y juventud, han sido prácticamente nulos. La cosa cambió, y no poco, al ingresar a la vida religiosa.

Hice mi postulantado en la convivencia de novicios y seminaristas en Bariloche, hermosísimo lugar de montañas y lagos al sur oeste del país. Así fue que a pocos días de comenzar la nueva experiencia, me encontré con una mochila de varios kilos sobre los hombros, bajo un radiante sol de febrero, sediento y subiendo una pedregosa montaña. Menos mal que me lo habían comentado, de lo contrario hubiera pensado que me había equivocado de lugar…

Desde entonces –esto fue en 1999–, ya en formación o como formador, he podido participar 14 veces de estas convivencias – ¡una gracia realmente!–, y algunas cosas he podido aprender que quizás les sean de provecho. Estoy seguro que otro religioso/sacerdote, más observador y reflexivo, tendría muchas otras cosas –y más interesantes– que decir; pero así y todo me animo a compartir las mías, que tampoco son tan “mías” porque, mucho, o quizás todo, de un modo o de otro, lo he escuchado en sermones, “buenas noches”[1], charlas caminando en la montaña, etc.

Me acaba de pasar un mate un novicio y, al observar mi alrededor, me parece que vale la pena hacer un paréntesis para comentar las circunstancias en las que estoy escribiendo: estoy sentado en el piso junto a un fuego en el que dos novicios preparan la cena; tengo lágrimas en los ojos no por la emoción sino por el humo…, está oscuro y la luz que me ilumina procede de una linternita que tengo en la frente; a un par de metros, otros novicios amasan harina para hacer tortas fritas y a la piedra (¡qué tal!) para el desayuno; estamos a varias horas de camino de la civilización –con subidas interesantes de por medio– y, como es obvio, estoy escribiendo en papel (¡raro!), con la esperanza de que después voy a entender la letra[2].

Volvamos al tema. Realizamos, por gracia de Dios, estas actividades como parte de la formación:

“Esta formación debe ser integral, abarcando no sólo todos los aspectos, sino también todo tiempo y lugar. Por eso deberá aprovecharse al máximo el tiempo de vacaciones. Preferentemente en este tiempo se desarrollarán las misiones populares (…) y también la convivencia, que ordinariamente será campamento y durante un mes (…)

Son de gran ayuda para alcanzar el dominio de sí, la reciedumbre y solidez de espíritu y la entrega generosa a los demás, ciertas actividades educativas, como el trabajo diario -asignando a los alumnos ciertos oficios manuales y prácticos- la práctica semanal de deportes, la realización de campamentos -escuela prioritaria de virtudes humanas- y de convivencias” Directorio de Seminarios Mayores, 170. 184.

Todos tenemos hermosos recuerdos de estos momentos de intensa formación y hemos recibido muchas enseñanzas que nos han servido para el futuro. Como les decía, les comparto algunas:

La santidad: al ver una de estas montañas desde la base –al menos para mí– la primera impresión es la imposibilidad de llegar a la cumbre sin ser un profesional de estos ámbitos. Pero basta largarse para ver que esto no es así. Igualmente puede pasarnos con la santidad: pensar que sólo es para algunos…

“Como el Concilio Vaticano explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos ‘genios’ en la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno. Doy gracias al Señor que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos años a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias más ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción ese ‘alto grado’ de la vida cristiana ordinaria’”. Beato Juan Pablo II, Novo Milenio Ineunte, n. 31.

Pero incluso, una vez en la cima, al mirar hacia abajo, parece increíble estar a esa altura… así también, análogamente como hizo con María, Dios puede (¡y quiere!) hacer cosas grandes en nosotros (Lc 1,49) y mayores aún (Jn 14,12) de las que hizo Nuestro Señor[3]; solo hay que lanzarse, con fe, como Pedro en el lago de Galilea, y decir siempre “sí” como la humilde esclava de Nazaret… entonces también nos asombraremos.

La montaña: hay en ella, especialmente en la cima, un “no sé qué” que invita a pensar en Dios: la belleza de la creación, lo pequeño que se ve todo desde la altura, el silencio, la cercanía del cielo… Por algo Dios, en una montaña –el Sinaí– promulgó la ley antigua, y luego, ya encarnado, también en un monte –el de las Bienaventuranzas– promulgó la nueva. En el desierto, fue en un monte donde quiso pasar sus cuarenta días. En un monte, el Tabor, mostró su divinidad al transfigurarse, y, en otro monte, el Calvario, la ocultó lo más posible muriendo por nosotros. Solía retirarse con frecuencia al monte para orar, y, finalmente, desde un monte, el de la Ascensión, envió a sus discípulos a predicar y subió a los cielos.

En la montaña se ve de modo particular la belleza de la creación, belleza que quizás hemos perdido la capacidad de apreciar y, por tanto, de transmitir. Belleza que contemplada con un mínimo de orden interno, trasunta la belleza del Creador.

Hugo Wast, gran novelista, a quien quiera ser de su gremio recomienda: “sobre todo copiad la naturaleza, que es el arte de Dios”[4], y también dice que “La belleza encuéntrase por los caminos de la naturaleza, que es la verdad”[5].

Puntualmente refiriéndose a la montaña, Pío XII hablaba de “la poesía que Dios ha escrito en la belleza de las cimas”[6] y el beato Juan Pablo II: “Cada vez que tengo la posibilidad de venir a la montaña y contemplar estos paisajes, doy gracias a Dios por la majestuosa belleza de la creación. Le doy gracias por su Belleza, de la que el mundo es sólo un reflejo, capaz de fascinar a los hombres atentos y llevarlos a alabar su grandeza[7].

El silencio: ¡cuánto que aprender del silencio en este desenfrenado y ensordecedor mundo en que vivimos! Imposible, sin él, el contacto con Dios. Decía Saint Exupery: “El silencio es el espacio donde el espíritu puede desplegar las alas”[8], y San Juan de la Cruz: “El Verbo de Dios habla en el silencio”; a lo cual agrega su fiel discípula, Santa Teresita, “Este Amado instruye a mi alma, le habla en el silencio…”[9].

Y parece que habla en especial en algunos lugares… por eso el silencio de las cimas es de lo más sonoro y “apabullante”…, sobre todo momentos después de la Comunión y en la acción de gracias de la Misa… Dios dentro, íntimo, por su presencia Eucarística recién recibida, y Dios fuera, en el esplendoroso marco que nos circunda. En ese silencio, de un lado y de otro, parecería que Dios grita: “aquí estoy”… “todo esto lo creé para ti”… “y me hice hombre y me escondí bajo las apariencias de pan, por ti”… “mira cómo te amo”…

El grupo: no hay ninguna duda de que cierta soledad es necesaria para la vida de oración y de intensa unión con Dios, pero “cierta soledad”, porque la soledad total reviste peligros difíciles de superar. Por algo dice la Escritura ¡ay del solo! (Ecc 4,10): en la vida intelectual por ser enseñados, en las decisiones por ser aconsejados, en la prudencia por aprender de lo experimentado por otros; en fin, en cualquier actividad que se haga, en la misma vida familiar y religiosa… mucho peligro hay para quien, sin motivos de verdadero peso y sin que la circunstancias de la vida así, de algún modo, se lo impongan, se cierra en sí mismo ya por demasiada auto-confianza, ya por timidez, ya por desprecio a los otros…

Esta gran verdad se trasparenta fácilmente pasando unos días en la montaña. Creo que, de estar solos, ninguno de nosotros haría una aventura de este tipo: el trabajo en equipo, el confiar en aquel que es más diestro o conoce el camino, el tener uno delante que anima a seguir subiendo y otro detrás que me empuja a no decaer; el compartir provechosas charlas –o simplemente un mate o un poco de agua–, el ver el sacrificio que los demás hacen por uno… y podríamos seguir… son cosas cotidianas en la montaña y sin las cuales sería imposible hacer lo que hacemos.

La cita completa de la Escritura encaja perfectamente en estos ámbitos montañeses: Más valen dos que uno solo, pues obtienen mayor ganancia de su esfuerzo. Pues si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo que cae!, que no tiene quien lo levante (Ecc 4,9-10).

Creo que quedan cosas por compartir pero ya estamos llegando al “límite” –según creo yo…– de lo “leíble”; seguiremos, Dios mediante, la semana próxima.

Ella sí que supo de formación, porque, concebida sin pecado, todo lo recibió y aprovechó como nadie. ¿Se puede creer que alguien haya tenido mayor hambre y sed de justicia (santidad) que Ella? ¿Y quién como Ella vivió la perfección de modo tan sencillo? Si hablamos de silencio reflexivo ¡¿quién la supera?! La Escritura pocas veces la nombra, y así y todo, en dos oportunidades, hace alusión a esto. Ante los pastores que proclamaban maravillas del recién nacido y maravillaban a los demás: María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón (Lc 2,19), y durante el tiempo de la vida oculta del Señor: Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón (Lc 2,51). Conoció las montañas de Palestina y las recorrió – ¡incluso encinta!

A Ella, con Juan Pablo II pedimos: “Oh María, que resplandeces con singular belleza, ayúdanos a apreciar y respetar la creación[10]” y por ella llegar al Creador.

 

–––––––––

Más material sobre el tema:

–  Un par de párrafos sobre excursiones, montaña, educiación y canto, de San Alberto Hurtado. Excelente texto escrito hace unos 70 años, qué no escribiría si estuviera vivo… (Descargar AQUÍ)

–  Una crónica (con más fotos) escrita por un seminarista: http://iveargentina.org/convivencia-en-bariloche/

–  Un videito que hicimos en el 2010: http://www.youtube.com/watch?v=56DhGNknjrM

Ver todas las lecturas recomendadas, AQUÍ.